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domingo, 8 de marzo de 2020

Nunca pensé que la historia pudiese terminar de otra forma (o casi)


Marzo de 2009, en algún lugar al norte de Santa Fe.




Nunca había pensado que la historia iba a poder ser de otra forma. Pero en poco menos de dos días se había encontrado, tal vez, con demasiadas revelaciones. Para qué ponerlo de otro modo, eran verdades, realidades de esas que detestaba pero que no sabían aceptar su pedido de tregua.

Casi tragada por un túnel del tiempo, abrió los ojos en donde no debía. Volvió a tener enfrente ese lugar que había encerrado, o había creído encerrar. El lugar donde su padre, enflaquecido, carcomido por enfermedades que se habían ensañado con él con una fiereza extrema, había contado sus últimas horas de vida, tosiendo sangre y las últimas fuerzas que le quedaban en una sala blanca y aséptica, junto a una veintena de otros tuberculosos que se sabían dueños de finales parecidos  y cercanos.

Ver el lugar le volvió a abrir ese hueco de angustia al que tanto miedo le tenía, angustia que aguantó por horas, hasta que se vio muerta de miedo y de frío en una pieza de hotel, caminando en círculos, espantada, sabiendo y sintiendo ese desgarro cruel e inentendible.

Lo llamó, le dijo que estaba mal, pero él decidió o al menos pareció no creerle. Lo llamó de nuevo, a esas horas tenía dudas de todo, menos de que él podía borrar ese miedo, ese dolor, ese llanto y esa rabia antiguas con solo abrazarla.
Se quedó casi sin aire en el teléfono. Como casi nunca le pidió que le hiciera un lugar para sentirse a salvo, porque claro, ella no se lo decía seguido, pero era capaz de esperarlo un día entero con tal de poder al menos durante diez minutos pasarle la mano por el pelo y lograr que le dé un abrazo, con suerte un beso.

Era capaz de bajar la cabeza cuando veía cosas que no le gustaban, era capaz de armarse y rearmarse una y mil veces sus horarios para encontrarlo, era capaz de poner sonrisas a la fuerza, capaz de sentirse una mujer invisible, capaz de pasarse seis meses sin su cuerpo y sin su sexo; porque sentía que si no era con el, todo era un desperdicio absoluto de tiempo.

Esperaba instantes, minutos, esos minutos que ponían todo en su lugar, que hacían que todo se moviera dentro de una burbuja armónica. 

Esos minutos eran los que quería ahora, que tenía a todos los fantasmas juntos, casi como el aire que le faltaba  para seguir respirando. Como a su padre. Como al padre de él.

Casi ni lo miró cuando por fin lo tuvo enfrente, no podía, se sabía débil, llorosa, molesta e invasiva. Pero cuando él la abrazaba, el llanto de a poco parecía empezar a callar, al menos a volver a ese lugar cicatrizado donde lo había puesto todos esos años.

El temblor y el llanto pasaron, le dijo como podía, a su modo, que quería saber si iban a poder estar juntos algún día, antes de que el tiempo terminara. Y secándose las lágrimas como podía, se fue alejando.

Casi no durmió esa noche, sintió que por ella, él apenas si sentía algo de consideración. Pero que no había ahí lugar para nada más. Que de ella no se acordaba, que por ella no había ni deseo ni pasión ni amor, que solo tal vez, en algún momento, había existido un sentimiento confuso. Aunque él le dijera, le jurara y perjurara otra cosa. Aunque el prometiera arreglar todo -como si pudiese- y estar con ella.

Esos caminos incomprensibles y de giros bruscos le dijeron así de repente, de golpe y sin anestesias, que el dolor por el abandono de su padre no iba a borrarse, que debía sentirse feliz solo con que ese tajo fuese una herida que no sangrara toda la vida.

Y que por algo, en su teléfono, ella se seguía llamando Clarisa Ercolano y otra había perdido el nombre para figurar, tal como vio, al igual que a ese hospital, sin quererlo, casualmente, marcando números para hacer una llamada, con el claro calificativo de “Amor de mi vida”.

Ya no había temblor ni lágrimas. El frío la torturaba, más impiadoso y persistente que nunca. Y comenzó a pensar en la manera de que ese frío, no lograra paralizarla. De salirse una vez más del juego macabro del abandono y del desamor que le corrían carreras desde que tiene memoria.

sábado, 14 de abril de 2018

Muerte de mierda

Hace unos días, como si fuese un juego de eso que llaman destino y que me da tanta impotencia pensar que existe, la muerte como tal, me toca de cerca mientras sé que es abril, sé que en este mes papá se fue para siempre, sé que en este mes pero hace mucho, crecí en un día y para siempre.

Primero una persona conocida, no amiga pero que una conoce que me cuenta que un auto la atropelló. Luego conversar con la viuda de un ex colega que me contaba que del mismo modo en que vio irse a su marido mientras no llegaba una ambulancia, esta vez, salvó la vida de alguien que ni sabía quien era.

Antes de eso, la hermana de un escritor a quien quiero. Joven, clínicamente sana, tenía un merendero para pibes en Avellaneda y un día de la noche a la mañana, se muere.

Y el fin de semana, la hija y la mujer de otro colega, mueren en la ruta y él se salva raspando aunque que se yo si quedar vivo en estos casos es salvarse o todo lo contrario.

Lloré fuerte con otro colega y otro me habló del "odio de Dios" porque claro, un tipo bueno, compañero, solidario. ¿Por qué?

Y siempre pienso lo mismo, muerte de mierda. Muerte hija de re mil.

Y después un día me acuesto puteando al viejo, porque si, entre tanos las cosas son así y al otro día algo que me parecía un problema; parece arreglado "desde el cielo".

Pero sigo puteando porque no se, nadie sabe, que hay después. Y porque no saber no me gusta. Y por más que transmute, reordene y cicatrice; más allá de todo eso, MUERTE DE MIERDA.

sábado, 4 de octubre de 2014

"Tenía uno igual"

Once de la noche. Al viernes le quedaba ya más de sábado que de viernes y yo salía del diario con el apuro lógico de un fin de semana que está por empezar. Casi a punto de bajar por las escaleras veo olvidado en una silla un suetercito. Suéter cortito, de hilo, color manteca, con estampas; de esos que te ponés en esta época en Mendoza donde no sabés si hace calor, frío o si solamente resoplará ese olor a lluvia que nunca termina de caer. Lo manoteo rápido y pienso en un segundo "se lo dejo al guardia, así no se pierde y vuelve con su dueña".

Eso trataba de hacer cuando entre el "chau buenas noches" firmar la salida y desear buen fin de semana, la realidad me pegó un tortazo de esos que a las apuradas apenas esperás que te de el alerta de alguna cablera y no mucho más.

El guardia, un señor cincuentón, amable y educado; toma el suetercito que yo le daba y lo empieza  a doblar con ternura, como quien está por guardar en un cajoncito la ropa de un hijo.
Porque esa fue la sensación que tuve al verlo y no estaba equivocada.

"Mi hija tenía uno igual", me dijo con los ojos vidriosos. Y yo en menos de un segundo entendí que había una hija que faltaba.

Apenas pude apoyarme en el mesón que sostiene el libro de entradas y salidas.

Y el enseguida me dijo, "mi hija, tenía 17 años y me la mataron, tenía uno igual igual a este". "Ud. igualmente no sabe", me dijo enseguida comprensivo sabiendo que aún soy la nueva de la empresa.

No sabía que hacer, que decir, que carajos hablarle. Me reproché cien veces en un minuto haber bajado el puto suéter.

Al guardia, al señor de la puerta, alguien, que algún día podrá contarme, le mató a su hija. Su hija tenía un suetercito igual al que le dejaba. Y él casi como por instinto, lo empezó a guardar igual, como si fuese de ella, como si ella fuese a usarlo mañana.

Mientras ensayaba disculpas en 30 maneras posibles el hombre me decía que a él trabajar solo y de noche lo ayudó. Que no se volvió alcohólico ni adicto y que a los dos días, nació su otro hijito; Joaquín.

A los dos días de haber enterrado a su hija, nació su nuevo hijo. Pensaba y pensaba y quería decirle algo. Un, no sufra. Un, pero Ud. es bueno, una putamierda para decirle pero no tenía qué ni cómo.

El comprensivo, me dijo que me quedara tranquila. Que de su hija había dado todo, menos el vestido de 15. Pero que había algunas cositas que guardaba por más que sabía que ya no iba a estar. Que era una forma de guardarla.

Idiotamente traté de ser empática y decirle, "bueno mire, yo también perdí un familiar, lo entiendo". Pero el señor no tenía  un familiar enfermo. Tenía una hija muerta, asesinada. De 17 años.

El hombre, tratando de hacerme entender que no estaba enojado ni molesto, dejó la vista clavada en el suéter. Me dijo que durante mucho tiempo se había puesto a pensar por qué pasaban las cosas y cómo.

Yo le pedí disculpas una vez más, le sonreí; volví a pedir disculpas con los ojos y el cuerpo.

Por qué y cómo pasan las cosas.

Noches y noches pensando por qué y cómo.

Y unos cuantos segundos más preguntándome por qué en esta noche calma de viernes tuve que ser yo quien le baje un encuentro con la tristeza más áspera.

Será que todos sufrimos un poco. Será que algunos sufren mucho más que nosotros.



Y me perdí buscando el colectivo que me lleve de vuelta a casa.

viernes, 18 de abril de 2014

Morir en Viernes Santo

Tenía 11 años, para los 12 me faltaba un poquito. No hace falta aclarar que a esa edad y viviendo en un pueblo, una tiene una mirada del mundo cuanto menos inocente. A principios de año, me acuerdo, mi viejo empezó a tener problemas para comer. Le costaba tragar, decía y señalaba que tenía ‘una cosa acá’, en el esófago, tratando de explicarme a mí, que hasta había aprendido a amasar tallarines para que comiera, por qué no podía hacerlo.

Pasó febrero y pasó marzo, papá estaba cada vez más flaco y caído. Una vez escuché a mi mamá decirle a mi abuela que sentía que respiraba y hacía “un silbido raro a la noche”.

Un día antes de que empiece abril, papá, que nunca jamás iba al médico, que toda su vida había comido como el buen tano que era y que durante toda su vida había fumado como si mañana terminase el mundo, decidió consultar. Lo que parecía un chequeo de rutina terminó siendo un pase casi directo a una internación. No puedo acordarme bien el día en que papá se fue de casa, por supuesto no fue en ambulancia. Solo recuerdo que era abril. Que mi vieja desapareció de repente y me quedé con mis abuelos. Porque mi papá no solo tenía cáncer. Tenía una metástasis de la puta madre que le estaba comiendo el cuerpo y sobre todo los pulmones. Tenía tuberculosis clínica y por eso, yo no podía verlo.

Mis abuelos disimulaban como podían y yo también. Yo iba a la escuela, ayudaba en la casa, no preguntaba por papá.

Un día, faltaba menos de una semana para que se fuera para siempre, pidió venir a saludarme. Fue antes de que lo trasladaran a la última clínica, donde finalmente murió, un día como hoy  a las 3 y 33 de la mañana. Lo trajeron en ambulancia, obviamente. Pararon sobre la entrada de la casa que da sobre el boulevard. Yo subí a verlo, él apenas se podía mover. Nunca en la vida lo había visto tan flaco. Levantó apenas el cuello, haciendo una fuerza terrible. Me miró con unos ojos verdes hermosos y me agarró de la mano. Por supuesto sonriendo. Luego me bajaron de la ambulancia y esa fue la última vez que lo vi con los ojos abiertos.

Mi viejo era ateo. Pero ateo practicante y consecuente.  A las monjitas de mi colegio les decía, ‘buen día señora’. Cuando un cura quiso darle la extrema unción, lo sacó a patadas. Para que se casara por iglesia con mi mamá, mis abuelos por poco tuvieron que amenazarlo. Por supuesto no aceptó confesarse. Entró dos veces a la iglesia en su vida adulta. Una cuando se casó y la otra cuando yo tomé la comunión, flanqueado por mi madre y mi abuela que lo vigilaban para que no se mandara ninguna de las suyas. Aunque al momento de darse la paz, saludaba a la gente diciéndole ‘hola que tal, mucho gusto’ y se descocía de risa.

Yo era chica, muy chica cuando un viernes como hoy a la madrugada, mi vieja, desparramada en el piso del baño, me dijo solamente, “se murió”. Todo lo que vino después fue una sucesión de hechos, cosas, situaciones; que jamás lograré ordenar por completo. Solo recuerdo que crecí de golpe. Que de repente era grande porque no me quedaba otra.

Sin embargo en toda esa madurez a las apuradas, con 11 años, con toda una vida pequeña en el colegio de monjas, sonreí no sé de qué forma, cuando me di cuenta de que mi viejo se había muerto en Viernes Santo. 

En no sé qué libro de catequesis había leído que quien moría en Viernes Santo no iba al infierno. Que a lo sumo iba al purgatorio o pasaba derechito al cielo. Sin importar nada. Una suerte de convenio celestial que a papá, que obviamente había muerto sin confesarse y encima negando los sacramentos, le caía como anillo al dedo.

Una suerte de consuelo extraño cuando sos tan chica, cuando sentís que el mundo que tenías ya no existe, cuando empezás a perder para siempre la inocencia.

Hoy es Viernes Santo también, hace 20 años que vivo y sobrevivo sin él. Todavía sigo pensando que anda por ahí, en alguna parte de un cielo que no tiene que ver con los creyentes, sino con el sitio en donde ponemos a aquellos que amamos y ya no tenemos.
 
Todavía sigo pensando que anda saltando entre una nube y otra, guiñando el ojo, riéndose y levantándome el dedo desde alguna parte, como diciéndome dale. Todavía sigo pensando que cada noche, baja de ahí un ratito, me da un beso en la frente y me saluda mientras duermo, antes de volverse a deambular entre las nubes.



lunes, 12 de agosto de 2013

La muerte jode


Nunca estamos preparados para la muerte. Ni hay nada en este mundo, al menos que yo conozca, que pueda remediar un poco la falta, la pérdida, el saber que alguien ya no va a estar.

Hace una semana, la noticia de la explosión en Rosario me impactó. Luego del shock, me tocó escribir, como siempre. Una ha escrito sobre casi todos los temas, pero no hay  con que darle; la muerte jode. Jode mucho.

Leer el último posteo de un pibe más chico que yo que hablaba de ir a votar y no llegó nunca, ver como una piba que tenía casi mi edad no va a llegar a armar su exposición, leer los mensajes desesperados de padres y amigos y anónimos que esperan un milagro. Bucear un rato en esas vidas que ya no son, en mi caso es un trabajo pero eso no me garantiza inmunidad.

Toda la semana tuve una sensación de angustia. Una sensación de angustia de mierda.

Tal vez la cercanía me jugó más en contra. A pocas cuadras de ahí yo iba de mi analista. Bajaba al río a reflexionar sobre bueyes perdidos, me colgaba mirando el Paraná y las islas o comía una pizza en Anajuana con mi vieja.

¿Cómo carajo voló todo? ¿Qué capítulo me perdí?

Somos nada, somos finitos, frágiles, débiles. Estamos acá un rato y nada es seguro. Apenas lo que vivimos, cada minuto. Apenas lo que nos gusta hacer y que tanto defendemos. Apenas aquellos que queremos, la persona que amamos.

No hay mucho más.

Es sencillo.

Y lo  olvidamos tan a menudo.


martes, 23 de julio de 2013

Gracias

"Y el tiempo estranguló mi estrella".
Alejandra Pizarnik.

La piba invisible trata a menudo de realizar pequeños actos heroicos. Actos que le restan salud, tiempo y horas de sueño. Pero para una huérfana, la tentación del rescate es demasiado fuerte. Más de una vez siente que la batalla que pelea no es suya, que las heridas que intenta curar, no las causó. Pero la piba es obstinada. Solamente, un tiempo después, cuando espera un "gracias" casi como si fuese una caricia y esa palabra no llega, se da cuenta de que sigue siendo invisible.

La piba se pregunta si algún día cambiará esa compulsión obstinada de rescatar en otro a su padre. Hace poco, se lo dijo su psicóloga, casi como pidiéndole permiso: "Soltá el cadáver de tu padre".

Como pudo, quiso explicarle que él había vivido, a su forma, pero que había vivido. Que la muerte fue una circunstancia más, que no había nada para reparar o rescatar. Que no había regreso posible.

La piba caminó despacio las cuadras que la separaban de la parada de colectivos. Por un momento, respiró aliviada.



domingo, 30 de diciembre de 2012

La última calle del mundo


La piba invisible a veces ve su reflejo y, entonces se ve, en lugares concretos.

La invitaron a visitar una casa que queda camino al cementerio, por la misma calle.

Es, le guste o no, la última calle por la que vio pasar a lo que quedaba de su padre. Y ahí se dio cuenta de que siempre trata de evitar ese tramo, donde se ve pequeña, demasiado pequeña, impotente, con un dolor que sentía que le cortaba el alma.

Era chica, sintió que Dios no la había visto ni mucho menos escuchado. Cuando vio ese cajón oscuro entrando en el lado izquierdo del nicho, entendió que había algo que no iba a ver nunca más.

Una mujer, en su buena intención, trató de que no mirara. No quiso. Era la única forma en la que iba a poder entender que ya nunca más iba a ser esa princesita que existía solamente en la imaginación de ella y en la de su padre.

Al día siguiente, ya era grande.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

Todo junto, volviendo, de golpe

Hoy, la piba invisible soy yo y no un relato en tercera persona.

Hace unas horas, me enteré de la muerte de un compañero de trabajo. Periodista, amigote, compartimos habitáculo en mi último año en el diario La Capital. Y de repente, además de esa tristeza, esa pesadez fea de lo inexplicable, ese pensar en su hija, que tiene apenas 4 años más de los que yo tenía cuando el que se murió fue mi viejo...

Demasiadas cosas, todas juntas.

Saludé a algunos colegas y amigos que eran como él, compañeros en esa redacción. Y así, también de golpe, caí en la cuenta de que ahí, en ese edificio del año de ñaupa en calle Sarmiento, a unos metros de Córdoba, hubo y habrá por siempre cosas queridas.

El lugar donde hice mi primera nota, donde por primera vez me devolvieron una prueba impresa que tenía tanta corrección en rojo que parecía un semáforo, donde tuve mi primer asamblea, mis primeras puteadas con jefes, donde logré mi primera tapa, donde hice mi primer cierre, donde lo conocí a él, dónde podía llegar con cualquier cara (la que fuera) porque era casi una extensión de mi casa.

Entre esas paredes llenas de mármoles y bronces hay un pedacito mío de cuando yo empecé a contar historias. Ahí hay un buen puñado de gente que quiero. Los suficientes recuerdos y un pasillo para fumar a las apuradas; que nunca se van a perder.

Ni siquiera con la puta muerte.