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lunes, 6 de diciembre de 2021

Julio, mi Viejo y el cielo

"Me fue invadiendo algo que era como un abandono, el sentimiento indefinible de que eso no hubiera debido ocurrir".
El otro cielo. Julio Cortázar.

Julio es (por más que papá haya muerto) el mejor amigo de mi Viejo. Se conocieron incluso antes de que el conozca a mi Vieja y, el gusto por el cigarrillo, la historia, el cine y el amor por Italia hicieron el resto. Mi Viejo dejó a los amigos que tenía cuando decidió acompañar a mi Vieja a vivir de nuevo en Argentina. Y así Julio fue su mejor amigo, hasta el último día; cuando ese cáncer de mierda se lo llevó un viernes 18 de abril a las 3 y 33 de la mañana y yo me hice grande de golpe.

Hablar con Julio para mí no fue del todo fácil. El me decía siempre lo mucho que extrañaba a "Walter", como lo llama y claro, yo pensaba; cómo crees que me siento yo. Pero cuando los cortes del duelo se van volviendo cicatrices, pude vencer esa dificultad y encontré en él un tipo que de alguna forma, me dice lo que me hubiese dicho mi Viejo.

Julio me aconsejó en cada momento border que me tocó pasar. Me ayudó en lo que pudo. Y me contó partes de la vida de mi Viejo que yo no sabía y otras que no recordaba. Hace tres años, la visión que tenía de él dio un salto en el aire, cuando me enteré de su boca que Papá había salido a competirle con Ferrosmalt (la empresa uruguaya) nada más y nada menos que a General Electric. Que había estado en el Cuadro de Honor del Colegio Sacre Coeur donde se graduó con honores y que el mismísimo ex presidente de Uruguay de aquel entonces lo había elegido para darle su primer trabajo. No, mi viejo no había sido un tipo que al decir de mi media hermana "le fue como le fue porque vivió como quiso". Mi viejo pagó parte de las consecuencias de parársele a un gigante, de los cambios de gobierno y de un divorcio que no estaba en los planes hasta que conoció a mi mamá.

Hace tres días me avisaron que a Julio lo habían internado. Lloré desesperadamente, insulté y hasta blasfemé y le dije a mi viejo que ni se le ocurriera llevárselo. Cuando iba de camino al Hospital, pasé sin darme cuenta, creo, frente a la Sala Velatoria donde vi a mi viejo por última vez. Ahí me di cuenta de que no tenía la imagen de Julio despidiéndose. De que tenía contadas con los dedos las de un puñado de personas: mi Vieja, mi abuelo llorando como pocas veces cargando el cajón, las monjitas del colegio donde mamá trabajaba rezándole el Rosario, mi media hermana abrazándome y yo pensando que me quería y finalmente a Doña Irma que me contuvo cuando me rompí en ese momento en que lo colocaron en el nicho familiar.

No tenía la imagen de Julio. Pensando en eso entré al Hospital. Lo agarré de la mano y le pedí que por favor se recupere. Le revisé las mediciones de glucemia que había anotadas, pregunté el diagnóstico y recién ayer cuando lo vi ya sentado en la cama, con la cara repuesta y hasta pensando en con quién pelear cuando reciba el alta, el alma me volvió al pecho.

Me di cuenta de que Julio es el último recuerdo vivo de mi Papá.  De todo lo que eso significa para mí. Y de que yo soy exactamente lo mismo para él.

Ayer a la noche, soñé con mi Viejo y con Julio. Él le hacía un gesto con las manos de que aún le faltaba tiempo para subir, calculo que será a algún lugar similar a lo que llamamos cielo. Y a mí me hacía un gesto de que estuviera tranquila. 

Como si jamás hubiese salido de ese sexto grado de colegio católico, el gesto de mi Viejo a Julio me confirmó que sí, que al haber muerto en Viernes Santo, había ido al cielo sin escalas y ahí estaba, tan cerca y tan lejos como cualquier pedazo de nube, como cualquier gesto de levantar la vista y pensarlo. Como cualquier estrella o gota que son, como él; una parte -mi parte- del firmamento.

viernes, 18 de abril de 2014

Morir en Viernes Santo

Tenía 11 años, para los 12 me faltaba un poquito. No hace falta aclarar que a esa edad y viviendo en un pueblo, una tiene una mirada del mundo cuanto menos inocente. A principios de año, me acuerdo, mi viejo empezó a tener problemas para comer. Le costaba tragar, decía y señalaba que tenía ‘una cosa acá’, en el esófago, tratando de explicarme a mí, que hasta había aprendido a amasar tallarines para que comiera, por qué no podía hacerlo.

Pasó febrero y pasó marzo, papá estaba cada vez más flaco y caído. Una vez escuché a mi mamá decirle a mi abuela que sentía que respiraba y hacía “un silbido raro a la noche”.

Un día antes de que empiece abril, papá, que nunca jamás iba al médico, que toda su vida había comido como el buen tano que era y que durante toda su vida había fumado como si mañana terminase el mundo, decidió consultar. Lo que parecía un chequeo de rutina terminó siendo un pase casi directo a una internación. No puedo acordarme bien el día en que papá se fue de casa, por supuesto no fue en ambulancia. Solo recuerdo que era abril. Que mi vieja desapareció de repente y me quedé con mis abuelos. Porque mi papá no solo tenía cáncer. Tenía una metástasis de la puta madre que le estaba comiendo el cuerpo y sobre todo los pulmones. Tenía tuberculosis clínica y por eso, yo no podía verlo.

Mis abuelos disimulaban como podían y yo también. Yo iba a la escuela, ayudaba en la casa, no preguntaba por papá.

Un día, faltaba menos de una semana para que se fuera para siempre, pidió venir a saludarme. Fue antes de que lo trasladaran a la última clínica, donde finalmente murió, un día como hoy  a las 3 y 33 de la mañana. Lo trajeron en ambulancia, obviamente. Pararon sobre la entrada de la casa que da sobre el boulevard. Yo subí a verlo, él apenas se podía mover. Nunca en la vida lo había visto tan flaco. Levantó apenas el cuello, haciendo una fuerza terrible. Me miró con unos ojos verdes hermosos y me agarró de la mano. Por supuesto sonriendo. Luego me bajaron de la ambulancia y esa fue la última vez que lo vi con los ojos abiertos.

Mi viejo era ateo. Pero ateo practicante y consecuente.  A las monjitas de mi colegio les decía, ‘buen día señora’. Cuando un cura quiso darle la extrema unción, lo sacó a patadas. Para que se casara por iglesia con mi mamá, mis abuelos por poco tuvieron que amenazarlo. Por supuesto no aceptó confesarse. Entró dos veces a la iglesia en su vida adulta. Una cuando se casó y la otra cuando yo tomé la comunión, flanqueado por mi madre y mi abuela que lo vigilaban para que no se mandara ninguna de las suyas. Aunque al momento de darse la paz, saludaba a la gente diciéndole ‘hola que tal, mucho gusto’ y se descocía de risa.

Yo era chica, muy chica cuando un viernes como hoy a la madrugada, mi vieja, desparramada en el piso del baño, me dijo solamente, “se murió”. Todo lo que vino después fue una sucesión de hechos, cosas, situaciones; que jamás lograré ordenar por completo. Solo recuerdo que crecí de golpe. Que de repente era grande porque no me quedaba otra.

Sin embargo en toda esa madurez a las apuradas, con 11 años, con toda una vida pequeña en el colegio de monjas, sonreí no sé de qué forma, cuando me di cuenta de que mi viejo se había muerto en Viernes Santo. 

En no sé qué libro de catequesis había leído que quien moría en Viernes Santo no iba al infierno. Que a lo sumo iba al purgatorio o pasaba derechito al cielo. Sin importar nada. Una suerte de convenio celestial que a papá, que obviamente había muerto sin confesarse y encima negando los sacramentos, le caía como anillo al dedo.

Una suerte de consuelo extraño cuando sos tan chica, cuando sentís que el mundo que tenías ya no existe, cuando empezás a perder para siempre la inocencia.

Hoy es Viernes Santo también, hace 20 años que vivo y sobrevivo sin él. Todavía sigo pensando que anda por ahí, en alguna parte de un cielo que no tiene que ver con los creyentes, sino con el sitio en donde ponemos a aquellos que amamos y ya no tenemos.
 
Todavía sigo pensando que anda saltando entre una nube y otra, guiñando el ojo, riéndose y levantándome el dedo desde alguna parte, como diciéndome dale. Todavía sigo pensando que cada noche, baja de ahí un ratito, me da un beso en la frente y me saluda mientras duermo, antes de volverse a deambular entre las nubes.