viernes, 18 de abril de 2014

Morir en Viernes Santo

Tenía 11 años, para los 12 me faltaba un poquito. No hace falta aclarar que a esa edad y viviendo en un pueblo, una tiene una mirada del mundo cuanto menos inocente. A principios de año, me acuerdo, mi viejo empezó a tener problemas para comer. Le costaba tragar, decía y señalaba que tenía ‘una cosa acá’, en el esófago, tratando de explicarme a mí, que hasta había aprendido a amasar tallarines para que comiera, por qué no podía hacerlo.

Pasó febrero y pasó marzo, papá estaba cada vez más flaco y caído. Una vez escuché a mi mamá decirle a mi abuela que sentía que respiraba y hacía “un silbido raro a la noche”.

Un día antes de que empiece abril, papá, que nunca jamás iba al médico, que toda su vida había comido como el buen tano que era y que durante toda su vida había fumado como si mañana terminase el mundo, decidió consultar. Lo que parecía un chequeo de rutina terminó siendo un pase casi directo a una internación. No puedo acordarme bien el día en que papá se fue de casa, por supuesto no fue en ambulancia. Solo recuerdo que era abril. Que mi vieja desapareció de repente y me quedé con mis abuelos. Porque mi papá no solo tenía cáncer. Tenía una metástasis de la puta madre que le estaba comiendo el cuerpo y sobre todo los pulmones. Tenía tuberculosis clínica y por eso, yo no podía verlo.

Mis abuelos disimulaban como podían y yo también. Yo iba a la escuela, ayudaba en la casa, no preguntaba por papá.

Un día, faltaba menos de una semana para que se fuera para siempre, pidió venir a saludarme. Fue antes de que lo trasladaran a la última clínica, donde finalmente murió, un día como hoy  a las 3 y 33 de la mañana. Lo trajeron en ambulancia, obviamente. Pararon sobre la entrada de la casa que da sobre el boulevard. Yo subí a verlo, él apenas se podía mover. Nunca en la vida lo había visto tan flaco. Levantó apenas el cuello, haciendo una fuerza terrible. Me miró con unos ojos verdes hermosos y me agarró de la mano. Por supuesto sonriendo. Luego me bajaron de la ambulancia y esa fue la última vez que lo vi con los ojos abiertos.

Mi viejo era ateo. Pero ateo practicante y consecuente.  A las monjitas de mi colegio les decía, ‘buen día señora’. Cuando un cura quiso darle la extrema unción, lo sacó a patadas. Para que se casara por iglesia con mi mamá, mis abuelos por poco tuvieron que amenazarlo. Por supuesto no aceptó confesarse. Entró dos veces a la iglesia en su vida adulta. Una cuando se casó y la otra cuando yo tomé la comunión, flanqueado por mi madre y mi abuela que lo vigilaban para que no se mandara ninguna de las suyas. Aunque al momento de darse la paz, saludaba a la gente diciéndole ‘hola que tal, mucho gusto’ y se descocía de risa.

Yo era chica, muy chica cuando un viernes como hoy a la madrugada, mi vieja, desparramada en el piso del baño, me dijo solamente, “se murió”. Todo lo que vino después fue una sucesión de hechos, cosas, situaciones; que jamás lograré ordenar por completo. Solo recuerdo que crecí de golpe. Que de repente era grande porque no me quedaba otra.

Sin embargo en toda esa madurez a las apuradas, con 11 años, con toda una vida pequeña en el colegio de monjas, sonreí no sé de qué forma, cuando me di cuenta de que mi viejo se había muerto en Viernes Santo. 

En no sé qué libro de catequesis había leído que quien moría en Viernes Santo no iba al infierno. Que a lo sumo iba al purgatorio o pasaba derechito al cielo. Sin importar nada. Una suerte de convenio celestial que a papá, que obviamente había muerto sin confesarse y encima negando los sacramentos, le caía como anillo al dedo.

Una suerte de consuelo extraño cuando sos tan chica, cuando sentís que el mundo que tenías ya no existe, cuando empezás a perder para siempre la inocencia.

Hoy es Viernes Santo también, hace 20 años que vivo y sobrevivo sin él. Todavía sigo pensando que anda por ahí, en alguna parte de un cielo que no tiene que ver con los creyentes, sino con el sitio en donde ponemos a aquellos que amamos y ya no tenemos.
 
Todavía sigo pensando que anda saltando entre una nube y otra, guiñando el ojo, riéndose y levantándome el dedo desde alguna parte, como diciéndome dale. Todavía sigo pensando que cada noche, baja de ahí un ratito, me da un beso en la frente y me saluda mientras duermo, antes de volverse a deambular entre las nubes.