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viernes, 5 de marzo de 2021

Nosotros y la gloria


Si le preguntás a ella, te dice que paz hay en los cementerios. Por algo dicen "que descanse en paz". Si le preguntás te dice que cree en menor o mayor medida en astrologías, cartas, péndulos, psicoanálisis; Freud perdone. 

Pero que lo único que siempre le dio resultados fue no darse nunca por vencida. No aceptar otro resultado más que la victoria. Con el tiempo fue entendiendo que las personas se dividen en buenas o malas. Y entre quienes la pelean y quienes no.

Hace poco ella leía una carta de un amigo de su abuelo que le decía con pelos y señales cuánto había soportado para ser quien era.  

"Cuántas luchas y sufrimientos para llegar donde estás ahora. Conozco tu heroísmo que siempre tuviste y que se hizo solo desde la soledad de un campo. Pobre amigo. Yo sé lo que sufriste. Y me emociono repasando tu historia surgida de la nada hasta la cumbre".

A él, al amigo; le daba pena. A ella, a su nieta, le da orgullo. "La distancia entre nosotros y la gloria la mensuran nuestros miedos y nuestra capacidad de lucha".

Hace tiempo venía pateando leer un resumen de sus últimos cuatro, tres años de vida; que son más bien olvidables. No quería sentir algo así como el dolor de ya no ser. Y ahora, ni sabe por qué o si, hablando con Sol, entiende que con menos años, recursos y sola dio una serie de batallas que matarían a más de un avezado en la primera carga.

Dicen (dice Borges) que el destino es fatal con las mínimas distracciones y en su caso fue implacable. Pero también el destino es leal con los que buscan enmendar eso que los distrajo y todo su entorno. Con quienes no se quedan y dicen que ya está. Con quienes pudieron haber perdido una espada pero aún tienen dos manos para ir por lo que quieren. 

Con esos a quienes nos escupieron veneno en la cara pero en lugar de dejarnos ciegos, terminamos teniendo cien ojos

Otra vez, en su taco de anotar cosas, delineó una suerte de mapa:

"Hay un momento donde los héroes además viven. Donde los que la pelean ganan . Donde los buenos no mueren. Hay un momento donde perder no es más opción. Y de ese momento depende el resto de toda tu inmortal vida".


sábado, 14 de abril de 2018

Muerte de mierda

Hace unos días, como si fuese un juego de eso que llaman destino y que me da tanta impotencia pensar que existe, la muerte como tal, me toca de cerca mientras sé que es abril, sé que en este mes papá se fue para siempre, sé que en este mes pero hace mucho, crecí en un día y para siempre.

Primero una persona conocida, no amiga pero que una conoce que me cuenta que un auto la atropelló. Luego conversar con la viuda de un ex colega que me contaba que del mismo modo en que vio irse a su marido mientras no llegaba una ambulancia, esta vez, salvó la vida de alguien que ni sabía quien era.

Antes de eso, la hermana de un escritor a quien quiero. Joven, clínicamente sana, tenía un merendero para pibes en Avellaneda y un día de la noche a la mañana, se muere.

Y el fin de semana, la hija y la mujer de otro colega, mueren en la ruta y él se salva raspando aunque que se yo si quedar vivo en estos casos es salvarse o todo lo contrario.

Lloré fuerte con otro colega y otro me habló del "odio de Dios" porque claro, un tipo bueno, compañero, solidario. ¿Por qué?

Y siempre pienso lo mismo, muerte de mierda. Muerte hija de re mil.

Y después un día me acuesto puteando al viejo, porque si, entre tanos las cosas son así y al otro día algo que me parecía un problema; parece arreglado "desde el cielo".

Pero sigo puteando porque no se, nadie sabe, que hay después. Y porque no saber no me gusta. Y por más que transmute, reordene y cicatrice; más allá de todo eso, MUERTE DE MIERDA.

sábado, 4 de octubre de 2014

"Tenía uno igual"

Once de la noche. Al viernes le quedaba ya más de sábado que de viernes y yo salía del diario con el apuro lógico de un fin de semana que está por empezar. Casi a punto de bajar por las escaleras veo olvidado en una silla un suetercito. Suéter cortito, de hilo, color manteca, con estampas; de esos que te ponés en esta época en Mendoza donde no sabés si hace calor, frío o si solamente resoplará ese olor a lluvia que nunca termina de caer. Lo manoteo rápido y pienso en un segundo "se lo dejo al guardia, así no se pierde y vuelve con su dueña".

Eso trataba de hacer cuando entre el "chau buenas noches" firmar la salida y desear buen fin de semana, la realidad me pegó un tortazo de esos que a las apuradas apenas esperás que te de el alerta de alguna cablera y no mucho más.

El guardia, un señor cincuentón, amable y educado; toma el suetercito que yo le daba y lo empieza  a doblar con ternura, como quien está por guardar en un cajoncito la ropa de un hijo.
Porque esa fue la sensación que tuve al verlo y no estaba equivocada.

"Mi hija tenía uno igual", me dijo con los ojos vidriosos. Y yo en menos de un segundo entendí que había una hija que faltaba.

Apenas pude apoyarme en el mesón que sostiene el libro de entradas y salidas.

Y el enseguida me dijo, "mi hija, tenía 17 años y me la mataron, tenía uno igual igual a este". "Ud. igualmente no sabe", me dijo enseguida comprensivo sabiendo que aún soy la nueva de la empresa.

No sabía que hacer, que decir, que carajos hablarle. Me reproché cien veces en un minuto haber bajado el puto suéter.

Al guardia, al señor de la puerta, alguien, que algún día podrá contarme, le mató a su hija. Su hija tenía un suetercito igual al que le dejaba. Y él casi como por instinto, lo empezó a guardar igual, como si fuese de ella, como si ella fuese a usarlo mañana.

Mientras ensayaba disculpas en 30 maneras posibles el hombre me decía que a él trabajar solo y de noche lo ayudó. Que no se volvió alcohólico ni adicto y que a los dos días, nació su otro hijito; Joaquín.

A los dos días de haber enterrado a su hija, nació su nuevo hijo. Pensaba y pensaba y quería decirle algo. Un, no sufra. Un, pero Ud. es bueno, una putamierda para decirle pero no tenía qué ni cómo.

El comprensivo, me dijo que me quedara tranquila. Que de su hija había dado todo, menos el vestido de 15. Pero que había algunas cositas que guardaba por más que sabía que ya no iba a estar. Que era una forma de guardarla.

Idiotamente traté de ser empática y decirle, "bueno mire, yo también perdí un familiar, lo entiendo". Pero el señor no tenía  un familiar enfermo. Tenía una hija muerta, asesinada. De 17 años.

El hombre, tratando de hacerme entender que no estaba enojado ni molesto, dejó la vista clavada en el suéter. Me dijo que durante mucho tiempo se había puesto a pensar por qué pasaban las cosas y cómo.

Yo le pedí disculpas una vez más, le sonreí; volví a pedir disculpas con los ojos y el cuerpo.

Por qué y cómo pasan las cosas.

Noches y noches pensando por qué y cómo.

Y unos cuantos segundos más preguntándome por qué en esta noche calma de viernes tuve que ser yo quien le baje un encuentro con la tristeza más áspera.

Será que todos sufrimos un poco. Será que algunos sufren mucho más que nosotros.



Y me perdí buscando el colectivo que me lleve de vuelta a casa.