domingo, 3 de mayo de 2020

Escribir, salva. A la dra. Mirta Núñez, in memoriam



Veo tu lámpara de sal, tus fotos del paisito, tu humor ácido, tu amor por la lectura y por los gatos. Veo en fotos todo eso que teníamos en común con tu "amiga joven" como solías decirme.

Veo acá, en esta casa, el mouse que me regalaste para que mi vieja aprendiera a usar la notebook.

Veo las fotos de Mafalda y del jardín japonés que tanto nos gustaban.
Recuerdo la primera nota mía que compartiste sobre las madres, cuando yo trabajaba en Narcisa. Así comenzó nuestra andariega amistad.

Recuerdo tus notas justificando nuestras geminiadas y tu insistencia en que no debía ni debo dar explicaciones por no querer ser madre.

Recuerdo conocer a Byung-Chul Han gracias a vos y hablar de la destinología y hasta de "Tan Biónica".

Recuerdo nuestros intercambios de links con lecturas, cursos, capacitaciones y libros y haber conocido Coursera gracias a vos.

Recuerdo hablar de "El cuarteto de nos" y de que le empezaste a hacer un espacio a Cerati porque te había impresionado lo que yo describía de el y de su música.

Recuerdo hablar de tangos y de Telegram y de las apps para meditar; todo en un mismo chat. Y tu fascinación por los héroes de los Andes.

Los parecidos entre nuestros viejos y la frase que me regalaste hace poco menos de un año, cuando estabas viva dra. Mir, como solía llamarte y que hoy, uso en los talleres literarios: "Escribir, salva".

Por eso ahora aún sin poder creer que ya no estás de este lado del mundo, habiéndome enterado hace un rato, hago lo único que sé hacer cuando no puedo hacer nada más.
Escribir.
Como una forma mínima pero persistente de salvar nuestros recuerdos y tu brillante e inmortal memoria.

Tenías razón dra. Mir. Escribir, salva.
Siempre salva.

miércoles, 29 de abril de 2020

"Y desamordazarte y regresarte"

                                      Abril de 2018, en esa aldea llamada San Jorge.



Me sigue resultando increíble que entre vos y yo haya una pared y un mármol y algo de madera. Todavía tengo intacta la ilusión boba de que si abro el cajón tu cuerpo va a estar ahí como la última vez que lo vi. Y voy a poder abrazarte como si nada.

Pero ahora puedo hablarte. Me siento frente a tu tumba y te cuento mis derrapes, mis miedos y mis traumas. Y el día está horrible, casi tan feo como ese en que te fuiste.

Pero cuando digo que quisiera un abrazo sale el sol con todo. Y lo siento. Y quiero creer que me haces un guiño desde algún lado. Y te digo que me fui de pista. Que tengo una pelea con el tiempo.

Y te prometo llevarte al paisito de nuevo. Tu paisito. El mío. Ese que nos hace en parte todo lo bueno y lo malo que tenemos.

Y hasta te confieso mis miedos papá. Ahora que me animo a acercarme como puedo. Después de todo siempre estuviste ahí. En esa tumba que seguirá sin nombre. Esperándome.

miércoles, 1 de abril de 2020

Solo para no morirme, sin vos

"Guardo un recoveco en el alma
que recuerda tu cara como nadie la vio".
                                                               Por el bien de los dos.
Coti.





Sin vos y todo lo que tu vos generó, hizo, trituró y generó
nunca hubiese escrito Palermo 10 AM
ni mucho menos lo hubiese presentado en un concurso
ni lo hubiese publicado
ni me hubiese metido en un taller literario para trabajar con eso.

Nunca hubiese arrancado con La piba invisible.

Nunca hubiese dado los talleres literarios en Kumelen.

Ni mucho menos, ahora en Mar del Plata; donde soy tapa en el diario más importante y me dicen escritora y hasta docente. Y en donde armé con una amiga un Club de Cultura. Ni más ni menos.

Palermo 10 AM fue lo único que después de vos, me salvó de verdad la vida. Porque pude matarme en el cuento pero seguir viviendo o sobreviviendo acá, de este lado del mundo.

"Es muy fuerte que digas que te mataste en el cuento para no morirte", me dijo una amiga por chat hace un rato. Y me hizo notar que un día como hoy pero hace mucho muchísimo tiempo, un día antes del dos de abril; empezaba a escribir Palermo 10 AM. "El cuento que me pasaste empieza el 1 de abril y hoy es 1 de abril", señaló. Si lo siguiéramos, hubiésemos dicho "a Jung le gusta esto".

Quemado, gris, muerto; me salvó de vos.

Escribir, salva.

Palermo 10 AM era lo único que me quedaba después de ver cómo el hombre de mi vida, el que me había dicho que quería estar conmigo; se casaba con otra. Aunque al día de hoy te hayas separado y a esa otra le haya quedado mi nombre en sus fotos de casamiento cuando alguien le dijo que vos me querías a mi y no a ella.

Escribir fue la única forma de sacarme el dolor, la rabia, la desazón, la angustia clavada en el medio de eso que llaman alma. Fue hacer pie de nuevo cuando sentí que el mundo se me caía, se me abría o tragaba. O todo eso junto.

El mundo conocido, dicen, ahora cambió y todos están desorientados.
A mí me pasó antes. Y me pasó el 4 de noviembre. Y en 2017. 

Ya tengo mapas, coordenadas y planes a, b y c para cuando el mundo empieza a ser ancho y ajeno.

El otro día le dije a un amigo que como dice la canción de Sabina "tengo un máster en desengaños". Aunque lo que tengo es un máster en defender la alegría como una trinchera. Y no es esta la excepción.

Por vos escribo, al menos de otro modo, no como escribí desde que aprendí a hacerlo, para que quede en un cuaderno o en un pen drive.
Por vos me volví -sí, así me dicen- escritora.
Y mucho más lectora, cuando me caías con pilas de libros que "Claire tenés que leer si o si" o me mandabas las recomendaciones por mail cuando yo aún vivía en Rosario.

Por eso se que de vos voy a escribir toda la vida (eternamente).
Sí, hubiera dejado todo esto por una vida con vos.
Pero no pasó.
Y entonces escribí.
Escribir, escribí solo para no morirme.


A July, porque gracias a ella, salió esto

miércoles, 25 de marzo de 2020

24 de marzo: La herida que no cesa


Todos los 24 de marzo me pasa lo mismo. Siento angustia y si bien nací en el 80 y algo, el dolor de lo que fue el inicio de la etapa más cruel de la historia reciente, se me hace carne. Puedo incluso sentir lo que siente mi vieja, que todavía hoy, a tantos años, nunca quiere contarme demasiados detalles de lo que le tocó vivir y entonces, no me queda otra que ir juntando piezas, como si se tratara de un rompecabezas gigante y caótico.

El año pasado, encontré en mi casa de San Jorge, cartas que le mandaban mis abuelos. En esas letras tipeadas en la inefable Olivetti, se notaba el miedo. Mi abuela preguntaba cómo estaba, si había llegado bien y pedía a Dios que no le pasara nada. Es que mi madre, se fue a Uruguay, se tuvo que ir a Uruguay cuando aparecieron los milicos. Y en un mundo sin celulares y con pocos teléfonos, las noticias demoraban en llegar. Y la angustia crecía como hiedra venenosa.

Mi vieja fue una chica UES, más tarde estuvo en la JP que como dice, ahora solo les dejó la P porque de jóvenes… bueno mejor no hacer cuentas. Después, empezó a trabajar en grupos de alfabetizadores que usaban los postulados de Paulo Freire para educar en barrios y villas a chicos de 10 años que no sabían leer. Su hermano, osea mi tío, ya trabajaba con Ortega Peña y Luis Duhalde en el semanario «Compañero». El se tuvo que ir antes, vía embajada de México. Ella, apenas juntada con mi viejo, recibió el aviso. Su hermano le dijo que había hablado con alguien y que era mejor que se fuera.

Mi viejo no lo dudó y se la llevó de un saque. De algún modo, puede decirse que la vieja se salvó. Pero al día de hoy, la veo llorar a veces, me dice “nosotros queríamos cambiar el mundo”. Ese llanto es impotencia. Esas lágrimas son al día de hoy preguntas sin respuesta.

Yo pienso en esto cada 24. Me jode, me duele. Un 24 en que me fui a la plaza a eso de las 5 de la tarde; sola, como voy siempre, porque pedir justicia es un acto moral, ni siquiera es un acto político. Ese 24, caminando en silencio, la llamo a ella por el celular y le pongo un rato el “ruido ambiente”. Ella no me dice nada. Me da las gracias. Y al rato putea. Y después llora de nuevo.

Yo sigo mi camino, haciendo de cuenta que también camino con ella. Sintiendo que tengo la obligación de cerrar pedazos de su historia. Aunque más no sea caminando en silencio. Aunque más no sea siendo parte. Aunque más no sea diciéndole, “vieja yo fui por vos”; yo estuve ahí; pidiendo que se termine de hacer justicia para que la herida no nos chorree más a todos encima.

Ser una hija del exilio es una herida que no cesa, como escribí por primera vez en una revista cuando me pidieron mi enfoque personal. Pienso lo mismo en esta, la segunda vez en la que escribo desde esa Clarisa Ercolano que nació en Montevideo porque acá no podía nacer.

Recién pasados los 20, una ex jefa del diario La Capital me confesó en plena fiesta de Colectividades que había sido presa política y me dijo que había cosas que nunca iba a saber y que mi mamá no podía contarme porque el dolor ganaba.

Se que nací en Uruguay porque acá no se podía
Que aprendí la marcha antes que el himno
Que cuando fue Semana Santa mi vieja vio milicos y planeó rajarse de nuevo
Que tengo libros subrayados por Ortega Peña y que mi abuelo laburó con Papaleo y recopiló con la JP regional la palinsestia popular en plena dictadura
Se que una vez en la aduana tuve que firmar con un dedo que no era parte de un grupo subversivo
Se que el hermano de mi vieja se exilió vía México y que no puedo decirle tío porque culpa a mi abuelo de «lo que le pasó» y entonces no me habla
Se que mi vieja se cuestiona el exilio y la vuelta a Argentina cuando siente que «nena vos estás para cosas mejores» y ve que el chupamedismo y el revoleo pueden más que ese «cultivate, estudiá y formate» con el que siempre me machacó
Se que esa herida que no cesa duele más solo porque atrás hay otra mujer sola y viuda y no hay un varón. Padre tuve, pero la vida me lo dejó apenas 11 años. Se que si yo fuera varón sería diferente. Se que cuando un día perdés a tu viejo sentís que si no te parás de manos la vida misma te come. Crecés de golpe y tenés que aprender sola el sutil arte de no bajar la guardia y abrazar al compañero.

Y se que cuando y aun ahora todo ese futuro que a los 37 puede ser todo o nada se parece a la incertidumbre con la que dijeron que debíamos aprender a ser felices, como sea, la memoria sirve y me sirve para que podamos hacernos cargo y seguir, mirar a un futuro libre con todo lo que eso implica. Para que ya no salga sangre. Aunque el tajo quede igual, marcado, ahí, jodiendo metido en el medio del alma.

domingo, 8 de marzo de 2020

Nunca pensé que la historia pudiese terminar de otra forma (o casi)


Marzo de 2009, en algún lugar al norte de Santa Fe.




Nunca había pensado que la historia iba a poder ser de otra forma. Pero en poco menos de dos días se había encontrado, tal vez, con demasiadas revelaciones. Para qué ponerlo de otro modo, eran verdades, realidades de esas que detestaba pero que no sabían aceptar su pedido de tregua.

Casi tragada por un túnel del tiempo, abrió los ojos en donde no debía. Volvió a tener enfrente ese lugar que había encerrado, o había creído encerrar. El lugar donde su padre, enflaquecido, carcomido por enfermedades que se habían ensañado con él con una fiereza extrema, había contado sus últimas horas de vida, tosiendo sangre y las últimas fuerzas que le quedaban en una sala blanca y aséptica, junto a una veintena de otros tuberculosos que se sabían dueños de finales parecidos  y cercanos.

Ver el lugar le volvió a abrir ese hueco de angustia al que tanto miedo le tenía, angustia que aguantó por horas, hasta que se vio muerta de miedo y de frío en una pieza de hotel, caminando en círculos, espantada, sabiendo y sintiendo ese desgarro cruel e inentendible.

Lo llamó, le dijo que estaba mal, pero él decidió o al menos pareció no creerle. Lo llamó de nuevo, a esas horas tenía dudas de todo, menos de que él podía borrar ese miedo, ese dolor, ese llanto y esa rabia antiguas con solo abrazarla.
Se quedó casi sin aire en el teléfono. Como casi nunca le pidió que le hiciera un lugar para sentirse a salvo, porque claro, ella no se lo decía seguido, pero era capaz de esperarlo un día entero con tal de poder al menos durante diez minutos pasarle la mano por el pelo y lograr que le dé un abrazo, con suerte un beso.

Era capaz de bajar la cabeza cuando veía cosas que no le gustaban, era capaz de armarse y rearmarse una y mil veces sus horarios para encontrarlo, era capaz de poner sonrisas a la fuerza, capaz de sentirse una mujer invisible, capaz de pasarse seis meses sin su cuerpo y sin su sexo; porque sentía que si no era con el, todo era un desperdicio absoluto de tiempo.

Esperaba instantes, minutos, esos minutos que ponían todo en su lugar, que hacían que todo se moviera dentro de una burbuja armónica. 

Esos minutos eran los que quería ahora, que tenía a todos los fantasmas juntos, casi como el aire que le faltaba  para seguir respirando. Como a su padre. Como al padre de él.

Casi ni lo miró cuando por fin lo tuvo enfrente, no podía, se sabía débil, llorosa, molesta e invasiva. Pero cuando él la abrazaba, el llanto de a poco parecía empezar a callar, al menos a volver a ese lugar cicatrizado donde lo había puesto todos esos años.

El temblor y el llanto pasaron, le dijo como podía, a su modo, que quería saber si iban a poder estar juntos algún día, antes de que el tiempo terminara. Y secándose las lágrimas como podía, se fue alejando.

Casi no durmió esa noche, sintió que por ella, él apenas si sentía algo de consideración. Pero que no había ahí lugar para nada más. Que de ella no se acordaba, que por ella no había ni deseo ni pasión ni amor, que solo tal vez, en algún momento, había existido un sentimiento confuso. Aunque él le dijera, le jurara y perjurara otra cosa. Aunque el prometiera arreglar todo -como si pudiese- y estar con ella.

Esos caminos incomprensibles y de giros bruscos le dijeron así de repente, de golpe y sin anestesias, que el dolor por el abandono de su padre no iba a borrarse, que debía sentirse feliz solo con que ese tajo fuese una herida que no sangrara toda la vida.

Y que por algo, en su teléfono, ella se seguía llamando Clarisa Ercolano y otra había perdido el nombre para figurar, tal como vio, al igual que a ese hospital, sin quererlo, casualmente, marcando números para hacer una llamada, con el claro calificativo de “Amor de mi vida”.

Ya no había temblor ni lágrimas. El frío la torturaba, más impiadoso y persistente que nunca. Y comenzó a pensar en la manera de que ese frío, no lograra paralizarla. De salirse una vez más del juego macabro del abandono y del desamor que le corrían carreras desde que tiene memoria.