lunes, 8 de febrero de 2021

Escribo (segunda parte)

 



Escribir sobre lo que está pasando y moviliza

Publicada en Victoria Rolanda, mujeres de revista

Tocata y fuga: Se terminó Dr. House

¿Cómo te puede gustar una serie sobre un tipo rengo, maniático y que toma remedios?, me preguntó escandalizada mi media hermana cuando la hice guardar silencio porque empezaba Dr. House. Para no alargar la conversación, porque verdaderamente quería ver el capítulo tranquila, le dije que era normal, nuestro padre era rengo, maniático y tomaba remedios. “Le dicen Edipo”, le largué y creo que no le gustó ni medio lo que estaba escuchando porque ella de papá, no habla y tampoco necesita psicólogo etc. etc. etc.

Pero la verdad es que, lo que me fascinó de este médico que resolvía enigmas para curar enfermedades es que no era el típico personajito de serie taquillera. Era cabrón, enfermo, retorcido cuando quería, complicadísimo y muchas veces oscilaba entre la locura y la genialidad aunque “de cerca nadie es normal”. Será por esas características o por mi vocación consabida de ir por la vida levantando tipos problemáticos a los que por supuesto, yo voy a arreglar. Le dicen Edipo parte 2 (ja).

Además, los temas médicos siempre me intrigaron, toda esa cosa de por qué el cuerpo es una maquinaria perfecta que nos empeñamos en llenar de imperfecciones cada día, muchas veces hasta dañarla. 

House tenía (ya terminó, Dios mío) historias más o menos interesantes en cada episodio. Pero siempre tenía una constante. Ese sujeto que buscaba para ver si se encontraba a sí mismo. Ese ser que se pasaba horas y horas en el trabajo para no tener que volver solo a su casa a tocar el piano y a tomar whisky, peor  que un perro pulgoso aunque no le faltaran candidatas.

Hace un par de años, creo, tuve un shockhouse. Fue cuando se internó en una especie de manicomio y ahí, entre otros internos, el límite entre locura y normalidad era tan incierto como sus posibilidades de dejar de tomar Vicodin como si fueran aspirinetas. Me pregunté si alguna vez House iba  a poder encajar en el mundo y me di cuenta de que no. De que el se prefería así, sin ser del todo “normal” pero sin que eso tampoco le costara demasiado. 

Su frase, en plena “curación” había sido algo así como “Tengo un ruido en la cabeza, busco que sea solo un murmullo”. Y me pareció algo tan rotundo, me pareció un no gigantesco a no renunciar a quien uno/a es. Si antes era fan, ese día pasé a ser devota.

Muchas veces largué lagrimones por House y muchas otras veces me quedé pensando y pensando… Pero nunca me dejaba con gusto a poco. También muchas veces deseaba ese grado de impunidad que tenía para agarrar a bastonazos a media humanidad.

No voy a ser tan mala gente para contarles el final que por estos lares aún no se vio. Pero puedo asegurarles que si bien no es el típico happy ending aunque tampoco es el desenlace que yo esperaba, no defrauda. House es quien es hasta el final, siempre con las botas puestas.

Y creo que ese es el secreto, la franqueza del personaje. Alguien que se animó a decir desde el principio “Todos mienten, aunque sea por diferentes razones”, pegándole una patada en el culo a los preceptos de moralidad, verdad y no se cuantos blabla.

House te dice que no somos perfectos. Y que está perfecto que así sea. House te dice también que las razones hacen a la diferencia y que el amor no lo enferma (en todo caso se enferma la doctora que termina con bebé, marido, mascota etc. accesorios).

House te dice que podés tener la desgracia (gracia) de no pertenecer pero que podés y debés no dejarte servido/a en bandeja. Y hasta podés vivir sin ser survivor. Y que si, todos sufren. El. Ustedes. Y si, yo también aunque nadie lo vea.

Hasta la próxima serie que me desvele y me haga repensar (sisis debo dejar de pensar tanto ya se), queridas Victorias Rolandas!


Inédito

Me sigue resultando increíble que entre vos y yo haya una pared y un mármol y algo de madera. Todavía tengo intacta la ilusión boba de que si abro el cajón tu cuerpo va a estar ahí como la última vez que lo vi. Y voy a poder abrazarte como si nada. Pero ahora puedo hablarte. Me siento frente a tu tumba y te cuento mis derrapes, mis miedos y mis traumas. Y el día está horrible, casi tan feo como ese en que te fuiste. Pero cuando digo que quisiera un abrazo sale el sol con todo. Y lo siento. Y quiero creer que me haces un guiño desde algún lado. Y te digo que me fui de pista. Que tengo una pelea con el tiempo. Y te prometo llevarte al paisito de nuevo. Tu paisito. El mío. Ese que nos hace en parte todo lo bueno y lo malo que tenemos. Y hasta te confieso mis miedos papá. Ahora que me animo a acercarme como puedo. Después de todo siempre estuviste ahí. En esa tumba sin nombre. Esperándome.


Escribir a pedido

Publicado en el resumen anual Maestría de Clarín 

Adaptado del guión de Pabellón 5, Sueños de Libertad, América TV

El "Coqui"

Se cosió los ojos, se cosió los labios. Con una aguja y un hilo que lograron atravesar todos los controles que impone la Unidad de Detención de Piñero, Raúl el "Coqui" Flores trabó la impotencia en su cuerpo. Fue su protesta, su escape, su manera de recordar que de los detenidos por el asesinato del tesorero de Hugo Moyano, Abel Beroiz, el se llevó la peor parte.

El Coqui, que cuando estaba prófugo de la policía se cambió el nombre por el de Ezequiel Martínez, pasó de pibe chorro a asesino casi con la misma fugacidad con la que dilapidó en cocaína los 20 mil dólares que le pagaron a manera de anticipo por sacar del medio al legendario dirigente gremial. El Coqui se transformó en sicario cuando decidió aceptar ponerle fin a la vida del camionero, a cambio de 80 mil pesos.

Su prontuario era frondoso, tenía hurtos con uso de armas, estaba prófugo por otras causas, atormentado por su adicción, pero nunca había matado a nadie. La culpa y el miedo le ganaron la pulseada, Coqui mató pero Coqui también confesó.

"Yo lo maté a Abel, le pegue los tiros, no lo apuñalé", le contó al juez de la causa el doctor Osvaldo Barbero. Coqui asegura hoy mientras revolea los ojos y mueve las piernas ansiosamente que cuando cometió el crimen, llevaba cuatro días amanecido. Hacía cuatro días que la droga lo mantenía despierto, que le jaqueaba los pensamientos.

Sin embargo, cuando el Coqui descargó los tiros sobre Beroiz, se asustó. Tanto que dejó en el mismo lugar del crimen, la cochera número 14 del automóvil club argentino de Rosario, una carpeta con la foto recortada del hombre al que debía ejecutar.

Sin pensarlo, salió corriendo por una de las calles más transitadas de Rosario y puso fin a su derrotero, al menos por un tiempo, cuando se refugió en la ciudad de Tostado al norte de la provincia de Santa Fe.

El Coqui tiene dos aritos, dos piercing encima de las cejas, los ojos celestes, la mirada perdida que trata de ocultar aún más desde debajo de la visera de una gorra. Jamás esboza una sonrisa, nunca, está como petrificado. El Coqui, asesino a sueldo, muestra con orgullo los tatuajes con los nombres de sus dos hijas y hasta habla de amor, del amor que siente por la mujer que es su compañera desde hace más de cuatro años.

También habla de arrepentimiento, sabe que la familia de Beroiz nunca va a perdonarlo, pero dice que pedir disculpas es lo único que lo libera de las cargas, de las sombras que le crecen adentro. Tiene 24 años y de algo tiene la certeza, su destino, su juego en la vida, tenía todas las cartas marcadas.

La vida del Coqui fue en un momento la de cualquier pibe que crece y se cría en el barrio La Tablada, una de las villas más prolíficas de la periferia sur de la mal llamada Chicago argentina. La Tablada es un barrio singular, fue la cuna del temido Torombolo, un pibe narco que solo dejó de atemorizar al barrio cuando lo encontró la muerte. También, fue la cuna del genial escritor y educador Rubén Naranjo, que construyó sueños de cultura y educación popular en la mítica biblioteca Vigil.

En una cuneta de La Tablada, cuando tenía 6 años, el Coqui se encontró con su padre muerto. Tirado boca abajo estaba su cuerpo, yaciente, frío, inanimado. La vida del Coqui pegó un vuelco, el, el mayor de seis hermanos, se sintió roto por dentro.

Sin embargo, fue hasta el puerto local, donde trabajaba su papá y allí comenzó a trabajar él también. La fatalidad seguía ensañada con él. Un accidente laboral le cortó los tendones de todo un brazo, la persona que gestionó su indemnización laboral fue después una de las que le encargó el crimen que ahora lo tiene tras las rejas.

Sin trabajo, sin plata, malherido, el Coqui siguió el camino de la delincuencia como tantos otros pibes de La Tablada. Claro que un día, como dice él, tuvo que pegar un tiro. La persona no murió pero el fue derecho al correccional de menores.

La vida en el correccional no fue fácil. Un grupo de presos lo quemó con agua caliente. Lastimado por dentro y por fuera el Coqui se fugó. Y así sin saberlo tal vez, su libertad estaba otra vez condicionada, su gestor se convirtió poco a poco no solo en la persona que trataba de que la indemnización le llegara, también se convirtió en el que le proveía la cocaína, en el que lo ayudaba para que se volviera invisible ante la policía.

Ninguna de esas ayudas fueron gratis. El precio un día se lo vinieron a cobrar todo junto.

Primero le mostraron la foto de Beroiz, después le dijeron que a ese hombre tenía que quitarle un maletín. Con sigilo y dedicación le enseñaron los movimientos de quien él aún no sabía era su víctima. El hotel donde paraba cuando se quedaba en Rosario, donde iba a comer, donde dejaba el auto, a que hora.

Cuando el mapa quedó completo, unas horas antes, le dijeron claramente, ahora tenés que ir y matarlo.

El Coqui dice y asegura que no sabía ni el día de la semana que era, que estaba enroscado, paranoico, con miedo, todo eso y todo junto. Que cuando lo tuvo enfrente apretó el gatillo una dos tres cuatro veces, que las puñaladas que terminaron de rematar no se las dio él, aunque hasta ahora, los expedientes judiciales indiquen lo contrario.

Ahora, el Coqui asoma la cabeza desde una ventanita minúscula, en la celda donde pasa sus días solo, con una televisión a todo volumen e incontables atados de cigarrillos negros que deglute uno atrás de otro. Cerca suyo descansa otro célebre personaje del hampa local, El Loco de la Escopeta.

El Coqui espera como tantos otros presos ansiosos los fines de semana, no solo su familia, su mamá Mara y su mujer; llegan a visitarlo. También lo hace asiduamente su abogado, Gonzalo Basualdo, que no para nunca de aleccionarlo y de darle reprimendas y que le lleva yerba, azúcar y cigarrillos para que le de bolilla. Y una cola de periodistas que buscan que cuente más detalles de ese crimen, que hable de las mafias del sindicalismo que él asegura que no entiende aún al día de hoy.


Publicada en revista Fanzine/Diario La Capital

No tan fracasados

Contraponiéndose al esquema social que sobrevalora al éxito como carta de presentación, la muestra “Grandes Fracasos” que se podrá ver durante noviembre en el Centro Cultural Rojas rescata el descarte de los artistas para darles una nueva oportunidad.

Si existe un calificativo, un mote al que casi cualquier artista o persona con cierto grado de exposición elegiría evitar como sea, el término fracaso o fracasado ocuparía el tope de las elecciones. No es para menos si se considera que en las voraces sociedades actuales, subir al podio de los ganadores es el objetivo a conquistar. Basándose en esa premisa, confesa u oculta, dependiendo de quien se trate, el espacio de exposiciones del Centro Cultural Rojas decidió hacer una convocatoria impensada. Que cada artista lleve a la muestra aquella obra que considerara un fracaso. Fracaso por contraponerse a sus deseos, por no haber logrado nunca ser expuesta entre luces y copas burbujeantes o sencillamente, por haber quedado inconclusa.

Grandes Fracasos se titula esta particular muestra que se propuso enseñar el “lado b” de los artistas plásticos resignificándolos por fuera de los márgenes preestablecidos. Y tal vez, de manera consciente o no, conjugar el pasado reciente de un país exitista con trece pinturas, espacios intervenidos, fotografías y pequeñas esculturas.

Máximo Jacoby es el curador e ideólogo de la propuesta. También el responsable de que la apertura de esta exposición esté precedida por la frase emblema del ex presidente Eduardo Duhalde, que aseguraba “Argentina es un país condenado al éxito, no lo duden”. “Es un discurso que está presente en casi todas partes, la idea era saber por qué ese artista vivía su obra como un fracaso, no fue una convocatoria peyorativa, fue una invitación a reírse de uno mismo, para que muestren lo que nunca se mostró, para huir de ese temor de fracasar sin siquiera hacer la prueba”, aclara el organizador.

Claro que esta revisión subjetiva se gestó con formas diversas en cada una de las cabezas de los artistas que dieron el si. Karina Peisajovich, cultora de lo abstracto, se animó a exponer una pintura que copió de Cézanne y que durante años durmió bien oculta en su taller. O la obra que se salvó del basurero, propuesta por Silvia Gurfein y que entrecruza restos de materiales y paletas de pruebas que sirvieron de bosquejos con una escultura pequeña, casi amorfa, que carga sobre sus espaldas una esfera de colores. “Cargar el peso del arte, de la pintura del mundo sobre las espaldas”, refiere reflexivo el curador.

Más allá del gusto o satisfacción personal de cada artista, algunas obras estaban o parecían condenadas a no ser expuestas. Eso le pasó a Florencia Cabeza, que intervino con madejas de colores y materiales típicos de la región distintos paisajes del noroeste argentino como el Pucará de Tilcara o las Salinas Grandes. Esas esferas de color pequeñas insertadas en un ambiente abismal de la naturaleza, llamaron la atención del director del museo regional. Claro que jamás pensaron ambos que el derrumbe de una pared del espacio dedicado a esa exposición demoraría la muestra de esta serie de retratos, al menos hasta esta nueva chance que la artista encontró en el Rojas.

La fotografía despojada de contexto con  un singular plano que enfoca una camilla había quedado “discriminada” de las presentaciones de Pompi Gutnisky. “Ella misma sentía que esa parte de la obra no encajaba en ninguna parte, pero acá, como única imagen, se animó a mostrarla”, relata Jacoby. Claro está, hay imágenes que no se quieren mostrar y otras que prefieren dejarse ocultas. Una serie de documentación de la última campaña política de Carlos Menem fue el eje de la propuesta de Ezequiel Muñóz. El, retrató la superposición de los afiches de “Menem 1999” pegados con engrudo a otras propagandas callejeras que contenían singularmente, imágenes de un demonio o de un león al acecho.

Tachones, rayones en rojo y negro y hasta un lápiz clavado como una estaca en el centro del cuadro sirvieron como exorcismo para Carlos Huffmann. Con la bronca a un lado y la catarsis resuelta, los restos del ataque de ira hoy cuelgan en la pared del Rojas con una tranquilidad inquietante.

“Las explicaciones de cada artista fueron diversas, Diego Gravinese me dijo que notaba que a medida que combinaba colores y seguía con el proceso de craquelado sobre la tela, notaba que no podía parar de hacerlo, pese a que el lienzo terminó por partirse”, recuerda Jacoby parado frente a la obra. “Esa técnica repetitiva, imparable, dio lugar a nuevos colores, no fue un mal fracaso”.

Tampoco fue un fracaso la obra inconclusa de Fernando Sucari y Nicolás Vilela  y que quedó en bocetos y algunos ensayos. La convocatoria del Rojas logró el acuerdo demorado y hoy esa serie de desencuentros está expuesta y es obra al fin. También se ganó un buen espacio entre las paredes del Rojas la pegatina de Porchi con relojes de plástico, esponjas de colores y libros para pintar y que interpela en su texto: “Miren al pobre looser de Van Gogh”. El tiempo y las limitaciones que preceden o conspiran para el fracaso quedan aquí al descubierto.

“Nadie puede decir que no entiende esta muestra, fijate lo que pasó con el rugby que era un deporte de chetos que nadie entendía y de repente, cuando se empezaron a ganar partidos, éramos todos Pumas”, subraya Jacoby que además guarda un alegato en la manga. “Si yo te digo que esta obra es un Premio Nacional, nadie cuestionaría su éxito”.

Hasta los caprichos de la tecnología aportaron a la idea de Grandes Fracasos, el plotter con la justificación de la muestra nunca llegó a tiempo, la máquina que debía imprimirlo se había trabado. No quedó opción y con engrudo y cinta de embalar, el texto estampado en una cartulina quedó adherido a la pared en lugar del prolijo ploteado. “No fue un guiño curatorial, pasó eso y sin embargo, terminó otorgándonos más coherencia”.

Fracasar al menos en el amplio sentido del término no resulta grato y sin embargo, se trata casi de una constante. Hasta el fracaso del cual no pueden salvarse los personajes de la literatura de Onetti, solitarios y postergados, encuentran un refugio feroz en su conciencia donde se abren nuevas puertas. Fracasar o no es definitivamente, una cuestión absolutamente personal “Queríamos desacralizar la idea de que llegar es sólo para elegidos, mostrarlo acá, de cara a la calle Corrientes”, abunda el curador de pie frente a la obra que mejor resume la muestra, un castillo de naipes que cae al encontrar su altura máxima, pero que puede volver a construirse cuantas veces se quiera, cuantas veces sea necesario.

Publicada en Mirador Provincial/Diario El Litoral

Karina Echeverría, la mujer que regaló el tiempo