lunes, 1 de marzo de 2021

Al fin, el mar



La primera vez en que vi el mar fue un tiempo después de la muerte de mi viejo. Veníamos en el colectivo mi vieja, mi amiga Luchy y yo. Paramos por algo que ni recuerdo en Necochea y las olas gigantes me despertaron maravillada. 

A Luchy también se le había muerto su viejo (en realidad, se había matado). Era 1993. Mi mamá nos llevó a Villa Gessell y yo estaba fascinada con las tres rompientes del oleaje.  Algo del dolor que aún ni sabía que tenía se quedó en alguna de esas correntadas. 

Nací de cara al mar pero pasaron un par de años para que lo vea de nuevo en mi país. Recuerdo San José del Carrasco y las olas otra vez inmensas e inabarcables. Piriápolis y ese estruendo fascinante que a mi vieja no la deja dormir y a mi me acuna.

Ya más grande fue el turno de Mardel, Gessell de nuevo, Chile, Río y otra vez el paisito. 

El mar me hace bien y no se de cuantas cosas más puedo aseverar lo mismo.

Me sana y me calma aunque aún no aprenda a nadar y tal vez nunca aprenda. Me deja muda, alegremente muda sin tener más que agregar. Perder la vista pensando en que enfrente está el paisito, la inmensidad más manifiesta, esa grandeza; me hacen la más feliz de las pibas invisibles.

El mito del viento y el agua que me recuerdan a vos. Saber que donde haya mar el espacio es mío. Así la última vez en que lo haya visto me haya acompañado un, digámosle, innombrable. Así a vos te haya dicho que yo iba a estar siempre, incluso después del mar, después de todo y, siga estando.

Porque el mar me sana, me salva y me da magia. 

Porque el mar sabe que mis ojos son suyos y mis secretos van a cambio. Con cada ola que me dice; al fin, el mar.

Cuando era una nena y ahora, a quince días exactos de mostrarnos, aunque sonrientes, las fauces; de nuevo y frente a frente.