viernes, 30 de noviembre de 2012

Un año de invisibilidad

A veces, la piba invisible no es una sola y se vuelve colectiva. Palabras de otra que por un momento, también sintió que el mundo no la veía hasta que se dio cuenta de que ella tenía los ojos cerrados.

Por eso quiero compartir este texto, que resume la experiencia de quien es hoy una querida colega y amiga, de cuando ella y y no nos conocíamos  De cuando yo todavía vivía en Rosario y ella usaba la escritura como arma de protección masiva.

Les presento a la Chica Eki (Romina Sánchez):


Recursos Humanos


Todo empezó con una llamada telefónica de mamá:
-Rami (mamá me llama Rami), te acaba de llamar Roberto, tu Jefe de Tienda. Dijo que quería hablar con vos y le dije que estabas en la facultad, ¿qué le digo?
-¡Ayyyy! ¿Qué quiere? A ver… a las 11:00 entro a una clase así que, decile que me llame al celular, ¡pero ahora!, después no lo voy a poder atender, ¿dale?
-Bueno, ahora lo llamo… está agendado el teléfono de Eki Padua, ¿no?
Diez minutos después, la llamada de Roberto, justo antes de la clase de gráfica, cuya regla implícita era la puntualidad. En el pasillo del cuarto piso de la Facultad, en el que corre cierto aire fresco, no hay tanta mugre, y en el que casi nada queda, a fin de año, de las cortinas de papel del monotemático, ancho y barbudo mundo de la izquierda, había un tumulto de estudiantes charlatanes excitados por el fin del año; bueh, y mi celular arruinado por los golpes hicieron que Roberto tuviera que esmerarse, gritar, para que yo lo escuchara:
-¡Qué tal Romi, ¿cómo estás?! ¡Te llamo para avisarte que a las tres tenés que estar en Eki Merlo!
-Ah. ¿Por hoy me toca ahí?, o ¿ya me quedo en esa tienda?. Mirá que no tengo el uniforme, tendría que pasar por mi casa antes.
-¡No te hace falta el uniforme. No es para trabajar. Es para hablar con Flavia!
-¿Sobre?
-¡Ni idea, la verdad que no sé!
Pasó la clase, una charla con amigas bajando la escalera, luego, y la caminata desde la facultad (que está a unos metros de Parque Centenario) hasta la Estación Caballito, y un viaje de una hora en el Sarmiento; que, en dirección a Merlo, a las dos de la tarde, es bastante más amable que el siniestro jueguito que hace T.B.A. en los horarios picos que consiste en: ¿a ver si meto más gente en los vagones?
Después de cuatro horas, desde aquella llamada a los gritos pero cálida dentro de todo, el encuentro con Flavia, la supervisora, que sería en voz baja y frío como un pabellón de nichos en invierno. Flavia no es la jefa-jefa, es una semijefa.
La charla, ya veremos sobre qué, fue un eslabón más en el engranaje Eki. Antes que ese, uno de los obligatorios y por el que todos pasan, son las reuniones de personal, que se organizan con la suficiente antelación como para que todos los miembros del equipo asistan, para enterarse de las “novedades” de la “merma”. La merma es todo lo que representa pérdida para Eki: del robo a mano armada o a complicidad interna, a tener que regalar bolsas (es decir, no cobrarlas) para que un cliente indignado no te emboque de una piña, y sus “novedades” pueden referir, por ejemplo, a cuando un 1 pasa a un 2 dentro de un montón de decimales del porcentaje mensual de pérdida de un producto. Otro asunto es el balcón. En Eki, como en Día %, la mayor parte de la mercadería es repuesta en la góndola directamente en los embalajes de cartón, para lo que se quita, como primer paso, en todos los casos, la cara superior de la caja, y luego, la cara que da al público, al pasillo, cuando los productos se sostienen por sí solos, como las botellas de aceite; y sino, para no mermar las galletitas Surtido o el dulce de leche en sachet, resbaladizas y poco sólidos, aparece la salvación del balcón: dejar la cara frontal de la caja, que en el caso del Terma o de los duraznos en lata también se saca, hacerle con el cutter una ventana con marcos de 2 dedos de ancho, y listo.
Otro de los motivos de la reunión de personal es recordar los beneficios derivados del incremento de la venta inducida (cuando el arengar y el cagar a pedos confluyen en dialéctica: “¡Vamooos, vamos cheee con la inducida, que ganamos en el área. Y si no venden X cantidad de turrones los suspendo, ¿eh?!”. Pero, no tenía mucho sentido para Flavia que yo fuera la única asistente a este tipo de reunión. Para ella era más productivo, en términos de tiempo y de quitarse de encima el problema, hablar con todo el staff de la tienda y repetir y repetir lo que ya sabíamos: que las mecheras (las que van al súper, como si fueran clientas, con el único fin de robar), se llevan cada vez más fiambre del caro, nunca salchichón o salame, y que nosotros qué carajo hacemos que no las vemos; que por qué no hacemos la inducida si nos pagan para eso, y que por qué dejamos balcón cuando no va. Ah, y la técnica del balconeo.
Se descartaba, a su vez, el otro eje: las charlas informales (improvisadas, je), para hablar de la vida, pero en las que subyacen temáticas parecidas a las de los encuentros en los que sí, hay que estar erguido y ¡no bosteces! Son las que comienzan con un “Chicos, ¿se quedan a tomar una gaseosa y comer algo?...y charlamos”, y después del “¿Cómo estás con tu chico?” (siempre pasando por la hinchazón que producen los Don Satur salados y la Daos o La Richy de lima limón, o alguna otra berretada), volver a la recurrencia de la merma. Pero no, tampoco. Hablar, por ejemplo, de lo que nos gusta hacer, ¿con Flavia y en Eki Merlo? Aunque también bajara línea, era tanto o más improductivo, porque a las boludeces de siempre le tenía que sumar una introducción de pseudointerés personal.
Con seguridad, volviendo a mi encuentro con ella, lo inusual fue que la semijefa estuviera tan tranquila, que pareciera incluso reservada, como si tuviera vida espiritual. Raro que estuviera tan tan, pero hacia el otro extremo al que acostumbra. Flavia es flaca y no tiene curvas. Vista de frente es como una tabla de planchar con tetas. La cuestión es que además, no zarandeaba el culo, así que, sospechamos.
-Romi, sentate, ¿querés agua?
¡Oh, oh!.
Semejante preámbulo fue (muy) directamente proporcional a la noticia. Flavia empezó diciendo:
-¿Viste que la costurera obtiene su ganancia por la cantidad de prendas que cose? Bueno, Eki obtiene su ganancia por la cantidad de productos que rota. Al bajar esa cantidad, el negocio no es rentable. Si no rotás, no ganás.
-Sí, entiendo…
-Bueno, viste que bajaron las ventas, que subió la merma; la empresa hace mucho tiempo que emprendió una reestructuración, empezaron por dar de baja los contratos de pasantías y bueno…ahora…
-Sí, ahora ¿qué?
-Bueno, decidieron seguir con los que tienen contrato part-time.
-Ah…
Varios segundos después (tardé mucho en procesar lo que había oído), totalmente desencajada, le respondí:
-¿¡Ehhhh!?... ¿Así?, ¿de un día para el otro? ¿No era que querían que yo ascendiera? ¡Me dieron un montón de manuales para ir estudiando! ¡Que administración, que logística, que seguridad y qué se yo! Roberto ayer me preguntó cuándo terminaba con la facultad así me ponía a preparar el examen. ¡No entiendo nada, cheee!, ¡no entiendo!”
A decir verdad, la noticia cayó mal. Como alfajor de maicena que baja por el esófago sin un sorbo de nada. Y de nuevo, aquí, lo común, lo que no elude lo regular: la puesta en escena. Sin embargo, lo anecdótico de tal composición fue el desempeño de dos actrices experimentadas: Flavia y Romina. Ella, a la que todos odian, pero (llámese cobardía o ascenso inminente, todo menos respeto) muy pocos discuten, sobreactuó la lástima (“¡Aayyy!, vas a conseguir algo, ya vas a ver”. También “Hoy ya no vayas a trabajar, que te vas a sentir mal”); y yo (de mí chismosean que me rajaron porque afanaba: “¡Qué raro!, ¿por qué la habrán echado?”. “¡Ah, no sé!, igualmente, ella se la buscó”), sobreactué la capacidad de sorpresa (¡“No, no te puedo creer”!). Estuvo buenísima la ficción. En cuanto a la locación: reducto conocido como Cuarto de empleados, en el que los full-time toman su break. Es un 2×2 en el que caben 4 sillas de cuerina, una mesa de fórmica, una mosca y las paredes no ocupan más lugar del que ocupan, por lo tanto a llenarlas de autorreferencia con carteles sujetos con chinches a una plancha bastante gruesa de corcho forrado de afiche de cualquier color, menos de blanco o negro: que “abrió la tienda Crovara”, que “Eki es solidario”, “los ascensos del mes”, ¡felicitaciones de clientes! Ambiente fresquito, por los freezers que están en el salón de ventas, del otro lado de la pared (en invierno también es fresquito: después de Cromañón desmantelaron las pantallas de calefacción).
En todas las tiendas de esta cadena de hard discount (formato importado de Europa que instala en ciudades altamente pobladas “tiendas de descuento” para surtir las compras diarias), una pared transversal divide la superficie en salón de ventas (frescos, congelados y el resto, secos, y como mucho tres cajas registradoras; en ese orden, hacia la entrada) y trastienda (cuarto de empleados, depósito, baños y la oficina del J.T.). En Palermo o en Pergamino, la superficie rondará los 500 metros cuadrados, en forma cuadrada o rectangular. Matriz de 144 tiendas en Capital y Gran Buenos Aires (más algunas franquicias en el interior, como en General Las Heras), Formatos Eficientes S.A. (cuyo 99,5 % del capital accionario corresponde al Fondo de Inversión Nexus del Bank of America, y el otro poquito, a los socios fundadores, entre ellos Gustavo Lopetegui que, del ’96 para acá, maneja cada vez más poquitito), fundamenta su desarrollo en algunas directrices: “Precios bajos en todos los barrios”, una variedad limitada de productos de primera necesidad, basada en una primera marca, una marca propia y otra, de calidad más deplorable aún; cobrar cinco centavos la bolsa para llevar la mercadería y que la corbatita no le impida al J.T. reponer papas y cebollas.
Mientras Flavia seguía con su pedagogía de contenidos tan evidentes como irritantes, al estilo “la producción de tornillos en la fábrica de Pepe”, sólo atiné a mirarla pensando “Qué-hija-de-mil-puta-que-sos”. El encuentro fue bastante parecido a los anteriores: Flavia me aturdió, pero esta vez, más por el contenido que por la cantidad de palabras. Yo, en uno de mis pocos momentos brillantes (porque reaccioné), pero opaco por la obviedad, protesté: “¿Y ahora qué hago yo, todo el verano sin trabajo?”.
La semijefa hablaba y movía las manos y los hombros, como si lo que hubiera tenido que graficar necesitara un arduo trabajo de énfasis. Sus manos también desacomodaban su pelo castaño, muy fino, que por esto iba perdiendo la raya al medio, como si un grupo de pitufos tirara la soga de uno y otro lado de su melena, ganando más mechones a mayor fuerza. Convulsionaba su cuerpo, morocho y treintañero, enmarcándolo en un blazer rosa, el que usa cuando viene su jefe, el supervisor zonal, o alguna gente de oficinas, algún gerente.
Haciéndome la boluda, traté de seguir (el silencio incomoda):
-Ta bien, entiendo. Entonces, no hay posibilidad de que me cambian de tienda, ¿no?.
No.
El silencio dejó de incomodar y Flavia tuvo que decir “Bueno, eso es todo” para darse cuenta que esperar algunas lágrimas de su interlocutora era infructuoso.
Y a partir de ahí, la tensión propia de la condición post-despido: sentir mucho alivio por un lado, porque se echa el lastre, que como en algunas carreras de autos, ese algo no deja andar con la fuerza y la velocidad que uno quisiera; y saber, por el otro, que soportarlo por un tiempo más, hubiera ayudado a concretar algunos proyectos materiales. Y preguntas, autocuestionamientos, ideas que rebotan en la frente como rebotaba con furia la pelota de los pibes del barrio en la nuca, en la mía. Puntazos y golpes de empeine: ¿se me estará dando por la depresión?, ¿por qué duermo diez horas si antes me las arreglaba con cinco?, ¿por qué me la paso comiendo?, ¿por qué todo me cae mal? En fin, una proliferación de por qués que hace pensar el por qué del por qué, o mejor, el por qué de la existencia de tantos porqués. Desde el acrítico ¿por qué a mí?, hasta el atisbo del mea culpa ¿por qué no evité (si tenía los medios para hacerlo) semejante bochorno?; del primero al último, una variedad finita pero extensa como la escala cromática. Genealogía que parte de un “Vos sabés que la empresa está en plena reestructuración, y bueno, esta vez te tocó a vos” para procrear un montón de ramitas de por qués. Si en realidad en Eki todo era (y es) una mierda, por qué calentarse tanto.
Eso: ¿por qué calentarse tanto?. Y la respuesta más ¿estúpida? que se construye a más de un mes de “Mañana sábado te estaría llegando el telegrama” es que, lo que dolió en su momento, fue la punzada en el orgullo personal/laboral. Obvio que éste, en toda su potencia, hubiera querido algo así como decir “Mirá que mañana no vengo”, y dejarlos con la palabras a medio decir, o ni siquiera eso, sino tratando de urdir las réplicas a los dichos de una de las más sindicalistas. Qué lindo.
Hablando de tensión y también de desconcierto, el encuentro con los compañeros unos días más tarde, hubiera descolocado a cualquiera. De los que se esperaba un “Hola Romi, ¿cómo estás, che?”, se recibía un corte de rostro tal, que me dolía en la memoria de “a éste flaco le hablé de cosas íntimas”, y aquellos con los que el contacto se reducía a un “Hola” bien seco, la espontánea bienvenida-despedida: “¡Romiii, no te bajonees!, con la capacidad que tenés vas a encontrar algo mejor. Patinate toda la guita en las vacaciones y después volvés a empezar”. Y sí, se disiparon con menor o mayor intensidad los preconceptos acerca de los pares.
Los pibes que no necesitan la invención del pin “I love Eki” para dejar en claro su posición, y los que laburan a regañadientes para ganarse el mango y no la estima, cambiaron de equipo mediante pases cotizados por mi reacción absorta ante la naturalidad aparente. Pero lo que se mantuvo intacto fue el maltrato del Jefe de Tienda, el J.T.:
-Roberto, te traje el uniforme.
-Ah, pero sabés que, lo tenés que llevar a Merlo, es Julieta la que se encarga del tema de las devoluciones ahora.
-Pero, ¡hace un rato me dijiste por teléfono que lo trajera a Padua! ¿Vos me estás cargando?, ¿¡te pensás que vivo acá a la vuelta!? ¡Déjense de joder!
-¿Eh?, ¡vos, no quiero que me jodas más!
Roberto ahora miraba a los ojos, lejos de la mirada cagona que perseguía incitando a deslomarse, que se clavaba en cualquier parte menos en la mía, que salía de entre las góndolas, se mimetizaba con clientes, usurpaba cuerpos buchones.
Flavia, en cambio, era más pragmática. Cuando tenía que mirar, miraba y cuando no, los ojos de Roberto eran sus ojos. Cautiva de la sutileza que no tiene, sus pronunciaciones de la muletilla ¿si? son tan arrogantes como su escote siliconado. Sin duda, en el momento de la “notificación”, Flavia estaba de fiesta, porque nunca me soportó y yo tampoco a ella. Y lo que debió ser un ardid antológico, fue un deprimente manoseo de su parte, con cara de compungida y todo, y un bloqueo momentáneo a cuenta mía; debido a él, no se escuchó una frase que le dije cuarenta veces a ella y a otros superiores: “¡Cara de pendeja, sí, pero no de pelotuda!”. No haberla pronunciado esta vez, me lastima, incluso hoy enero de otro año, en las mitocondrias. “Tenés todo el verano para buscar trabajo. Si querés, podés poner mi número y el de Roberto en el currículum, para referencias”.
Too much!
Hablar de la batalla legal iniciada a los días (reestructuración no es causa justa de despido, no es una causa en sí) sería enumerar una serie de tecnicismos aburridos, irrisorios e innecesarios. Basta con decir que durante el año que trabajé en Eki fui como una Seven Up rebajada con agua, una gaseosa de segunda marca. Una medio Romina y una Romina al medio.
La ida de Eki no hace más que hacerte sentir inocente. Dentro de lo que podría ser una gradación de la inocencia, hace muchísimo tiempo que sabemos que los actores no mueren en las películas, pero a veces flaqueamos, nos comemos, por ejemplo, que el pago de la deuda es la solución. A los veinte y pico, cierta inocencia de transición tardía, nos da pudor, vergüenza por la miseria propia, pero también por la de los otros. Y ahí vuelve, entonces, la pelota: “Si me banco un tiempo más en Eki, a lo mejor llego a juntar más plata para el auto”, pero no, ¡minga!, “Te adelantamos las vacaciones, las tenés la primera quincena de noviembre”. Y cuando empezamos a des ruborizarnos, aparece un nuevo problema: el de cómo aprender a llenar y disfrutar el tiempo, después de haber hecho la digestión del alfajorcito.