miércoles, 25 de marzo de 2020

24 de marzo: La herida que no cesa


Todos los 24 de marzo me pasa lo mismo. Siento angustia y si bien nací en el 80 y algo, el dolor de lo que fue el inicio de la etapa más cruel de la historia reciente, se me hace carne. Puedo incluso sentir lo que siente mi vieja, que todavía hoy, a tantos años, nunca quiere contarme demasiados detalles de lo que le tocó vivir y entonces, no me queda otra que ir juntando piezas, como si se tratara de un rompecabezas gigante y caótico.

El año pasado, encontré en mi casa de San Jorge, cartas que le mandaban mis abuelos. En esas letras tipeadas en la inefable Olivetti, se notaba el miedo. Mi abuela preguntaba cómo estaba, si había llegado bien y pedía a Dios que no le pasara nada. Es que mi madre, se fue a Uruguay, se tuvo que ir a Uruguay cuando aparecieron los milicos. Y en un mundo sin celulares y con pocos teléfonos, las noticias demoraban en llegar. Y la angustia crecía como hiedra venenosa.

Mi vieja fue una chica UES, más tarde estuvo en la JP que como dice, ahora solo les dejó la P porque de jóvenes… bueno mejor no hacer cuentas. Después, empezó a trabajar en grupos de alfabetizadores que usaban los postulados de Paulo Freire para educar en barrios y villas a chicos de 10 años que no sabían leer. Su hermano, osea mi tío, ya trabajaba con Ortega Peña y Luis Duhalde en el semanario «Compañero». El se tuvo que ir antes, vía embajada de México. Ella, apenas juntada con mi viejo, recibió el aviso. Su hermano le dijo que había hablado con alguien y que era mejor que se fuera.

Mi viejo no lo dudó y se la llevó de un saque. De algún modo, puede decirse que la vieja se salvó. Pero al día de hoy, la veo llorar a veces, me dice “nosotros queríamos cambiar el mundo”. Ese llanto es impotencia. Esas lágrimas son al día de hoy preguntas sin respuesta.

Yo pienso en esto cada 24. Me jode, me duele. Un 24 en que me fui a la plaza a eso de las 5 de la tarde; sola, como voy siempre, porque pedir justicia es un acto moral, ni siquiera es un acto político. Ese 24, caminando en silencio, la llamo a ella por el celular y le pongo un rato el “ruido ambiente”. Ella no me dice nada. Me da las gracias. Y al rato putea. Y después llora de nuevo.

Yo sigo mi camino, haciendo de cuenta que también camino con ella. Sintiendo que tengo la obligación de cerrar pedazos de su historia. Aunque más no sea caminando en silencio. Aunque más no sea siendo parte. Aunque más no sea diciéndole, “vieja yo fui por vos”; yo estuve ahí; pidiendo que se termine de hacer justicia para que la herida no nos chorree más a todos encima.

Ser una hija del exilio es una herida que no cesa, como escribí por primera vez en una revista cuando me pidieron mi enfoque personal. Pienso lo mismo en esta, la segunda vez en la que escribo desde esa Clarisa Ercolano que nació en Montevideo porque acá no podía nacer.

Recién pasados los 20, una ex jefa del diario La Capital me confesó en plena fiesta de Colectividades que había sido presa política y me dijo que había cosas que nunca iba a saber y que mi mamá no podía contarme porque el dolor ganaba.

Se que nací en Uruguay porque acá no se podía
Que aprendí la marcha antes que el himno
Que cuando fue Semana Santa mi vieja vio milicos y planeó rajarse de nuevo
Que tengo libros subrayados por Ortega Peña y que mi abuelo laburó con Papaleo y recopiló con la JP regional la palinsestia popular en plena dictadura
Se que una vez en la aduana tuve que firmar con un dedo que no era parte de un grupo subversivo
Se que el hermano de mi vieja se exilió vía México y que no puedo decirle tío porque culpa a mi abuelo de «lo que le pasó» y entonces no me habla
Se que mi vieja se cuestiona el exilio y la vuelta a Argentina cuando siente que «nena vos estás para cosas mejores» y ve que el chupamedismo y el revoleo pueden más que ese «cultivate, estudiá y formate» con el que siempre me machacó
Se que esa herida que no cesa duele más solo porque atrás hay otra mujer sola y viuda y no hay un varón. Padre tuve, pero la vida me lo dejó apenas 11 años. Se que si yo fuera varón sería diferente. Se que cuando un día perdés a tu viejo sentís que si no te parás de manos la vida misma te come. Crecés de golpe y tenés que aprender sola el sutil arte de no bajar la guardia y abrazar al compañero.

Y se que cuando y aun ahora todo ese futuro que a los 37 puede ser todo o nada se parece a la incertidumbre con la que dijeron que debíamos aprender a ser felices, como sea, la memoria sirve y me sirve para que podamos hacernos cargo y seguir, mirar a un futuro libre con todo lo que eso implica. Para que ya no salga sangre. Aunque el tajo quede igual, marcado, ahí, jodiendo metido en el medio del alma.

domingo, 8 de marzo de 2020

Nunca pensé que la historia pudiese terminar de otra forma (o casi)


Marzo de 2009, en algún lugar al norte de Santa Fe.




Nunca había pensado que la historia iba a poder ser de otra forma. Pero en poco menos de dos días se había encontrado, tal vez, con demasiadas revelaciones. Para qué ponerlo de otro modo, eran verdades, realidades de esas que detestaba pero que no sabían aceptar su pedido de tregua.

Casi tragada por un túnel del tiempo, abrió los ojos en donde no debía. Volvió a tener enfrente ese lugar que había encerrado, o había creído encerrar. El lugar donde su padre, enflaquecido, carcomido por enfermedades que se habían ensañado con él con una fiereza extrema, había contado sus últimas horas de vida, tosiendo sangre y las últimas fuerzas que le quedaban en una sala blanca y aséptica, junto a una veintena de otros tuberculosos que se sabían dueños de finales parecidos  y cercanos.

Ver el lugar le volvió a abrir ese hueco de angustia al que tanto miedo le tenía, angustia que aguantó por horas, hasta que se vio muerta de miedo y de frío en una pieza de hotel, caminando en círculos, espantada, sabiendo y sintiendo ese desgarro cruel e inentendible.

Lo llamó, le dijo que estaba mal, pero él decidió o al menos pareció no creerle. Lo llamó de nuevo, a esas horas tenía dudas de todo, menos de que él podía borrar ese miedo, ese dolor, ese llanto y esa rabia antiguas con solo abrazarla.
Se quedó casi sin aire en el teléfono. Como casi nunca le pidió que le hiciera un lugar para sentirse a salvo, porque claro, ella no se lo decía seguido, pero era capaz de esperarlo un día entero con tal de poder al menos durante diez minutos pasarle la mano por el pelo y lograr que le dé un abrazo, con suerte un beso.

Era capaz de bajar la cabeza cuando veía cosas que no le gustaban, era capaz de armarse y rearmarse una y mil veces sus horarios para encontrarlo, era capaz de poner sonrisas a la fuerza, capaz de sentirse una mujer invisible, capaz de pasarse seis meses sin su cuerpo y sin su sexo; porque sentía que si no era con el, todo era un desperdicio absoluto de tiempo.

Esperaba instantes, minutos, esos minutos que ponían todo en su lugar, que hacían que todo se moviera dentro de una burbuja armónica. 

Esos minutos eran los que quería ahora, que tenía a todos los fantasmas juntos, casi como el aire que le faltaba  para seguir respirando. Como a su padre. Como al padre de él.

Casi ni lo miró cuando por fin lo tuvo enfrente, no podía, se sabía débil, llorosa, molesta e invasiva. Pero cuando él la abrazaba, el llanto de a poco parecía empezar a callar, al menos a volver a ese lugar cicatrizado donde lo había puesto todos esos años.

El temblor y el llanto pasaron, le dijo como podía, a su modo, que quería saber si iban a poder estar juntos algún día, antes de que el tiempo terminara. Y secándose las lágrimas como podía, se fue alejando.

Casi no durmió esa noche, sintió que por ella, él apenas si sentía algo de consideración. Pero que no había ahí lugar para nada más. Que de ella no se acordaba, que por ella no había ni deseo ni pasión ni amor, que solo tal vez, en algún momento, había existido un sentimiento confuso. Aunque él le dijera, le jurara y perjurara otra cosa. Aunque el prometiera arreglar todo -como si pudiese- y estar con ella.

Esos caminos incomprensibles y de giros bruscos le dijeron así de repente, de golpe y sin anestesias, que el dolor por el abandono de su padre no iba a borrarse, que debía sentirse feliz solo con que ese tajo fuese una herida que no sangrara toda la vida.

Y que por algo, en su teléfono, ella se seguía llamando Clarisa Ercolano y otra había perdido el nombre para figurar, tal como vio, al igual que a ese hospital, sin quererlo, casualmente, marcando números para hacer una llamada, con el claro calificativo de “Amor de mi vida”.

Ya no había temblor ni lágrimas. El frío la torturaba, más impiadoso y persistente que nunca. Y comenzó a pensar en la manera de que ese frío, no lograra paralizarla. De salirse una vez más del juego macabro del abandono y del desamor que le corrían carreras desde que tiene memoria.