sábado, 4 de octubre de 2014

"Tenía uno igual"

Once de la noche. Al viernes le quedaba ya más de sábado que de viernes y yo salía del diario con el apuro lógico de un fin de semana que está por empezar. Casi a punto de bajar por las escaleras veo olvidado en una silla un suetercito. Suéter cortito, de hilo, color manteca, con estampas; de esos que te ponés en esta época en Mendoza donde no sabés si hace calor, frío o si solamente resoplará ese olor a lluvia que nunca termina de caer. Lo manoteo rápido y pienso en un segundo "se lo dejo al guardia, así no se pierde y vuelve con su dueña".

Eso trataba de hacer cuando entre el "chau buenas noches" firmar la salida y desear buen fin de semana, la realidad me pegó un tortazo de esos que a las apuradas apenas esperás que te de el alerta de alguna cablera y no mucho más.

El guardia, un señor cincuentón, amable y educado; toma el suetercito que yo le daba y lo empieza  a doblar con ternura, como quien está por guardar en un cajoncito la ropa de un hijo.
Porque esa fue la sensación que tuve al verlo y no estaba equivocada.

"Mi hija tenía uno igual", me dijo con los ojos vidriosos. Y yo en menos de un segundo entendí que había una hija que faltaba.

Apenas pude apoyarme en el mesón que sostiene el libro de entradas y salidas.

Y el enseguida me dijo, "mi hija, tenía 17 años y me la mataron, tenía uno igual igual a este". "Ud. igualmente no sabe", me dijo enseguida comprensivo sabiendo que aún soy la nueva de la empresa.

No sabía que hacer, que decir, que carajos hablarle. Me reproché cien veces en un minuto haber bajado el puto suéter.

Al guardia, al señor de la puerta, alguien, que algún día podrá contarme, le mató a su hija. Su hija tenía un suetercito igual al que le dejaba. Y él casi como por instinto, lo empezó a guardar igual, como si fuese de ella, como si ella fuese a usarlo mañana.

Mientras ensayaba disculpas en 30 maneras posibles el hombre me decía que a él trabajar solo y de noche lo ayudó. Que no se volvió alcohólico ni adicto y que a los dos días, nació su otro hijito; Joaquín.

A los dos días de haber enterrado a su hija, nació su nuevo hijo. Pensaba y pensaba y quería decirle algo. Un, no sufra. Un, pero Ud. es bueno, una putamierda para decirle pero no tenía qué ni cómo.

El comprensivo, me dijo que me quedara tranquila. Que de su hija había dado todo, menos el vestido de 15. Pero que había algunas cositas que guardaba por más que sabía que ya no iba a estar. Que era una forma de guardarla.

Idiotamente traté de ser empática y decirle, "bueno mire, yo también perdí un familiar, lo entiendo". Pero el señor no tenía  un familiar enfermo. Tenía una hija muerta, asesinada. De 17 años.

El hombre, tratando de hacerme entender que no estaba enojado ni molesto, dejó la vista clavada en el suéter. Me dijo que durante mucho tiempo se había puesto a pensar por qué pasaban las cosas y cómo.

Yo le pedí disculpas una vez más, le sonreí; volví a pedir disculpas con los ojos y el cuerpo.

Por qué y cómo pasan las cosas.

Noches y noches pensando por qué y cómo.

Y unos cuantos segundos más preguntándome por qué en esta noche calma de viernes tuve que ser yo quien le baje un encuentro con la tristeza más áspera.

Será que todos sufrimos un poco. Será que algunos sufren mucho más que nosotros.



Y me perdí buscando el colectivo que me lleve de vuelta a casa.