viernes, 30 de noviembre de 2012

Un año de invisibilidad

A veces, la piba invisible no es una sola y se vuelve colectiva. Palabras de otra que por un momento, también sintió que el mundo no la veía hasta que se dio cuenta de que ella tenía los ojos cerrados.

Por eso quiero compartir este texto, que resume la experiencia de quien es hoy una querida colega y amiga, de cuando ella y y no nos conocíamos  De cuando yo todavía vivía en Rosario y ella usaba la escritura como arma de protección masiva.

Les presento a la Chica Eki (Romina Sánchez):


Recursos Humanos


Todo empezó con una llamada telefónica de mamá:
-Rami (mamá me llama Rami), te acaba de llamar Roberto, tu Jefe de Tienda. Dijo que quería hablar con vos y le dije que estabas en la facultad, ¿qué le digo?
-¡Ayyyy! ¿Qué quiere? A ver… a las 11:00 entro a una clase así que, decile que me llame al celular, ¡pero ahora!, después no lo voy a poder atender, ¿dale?
-Bueno, ahora lo llamo… está agendado el teléfono de Eki Padua, ¿no?
Diez minutos después, la llamada de Roberto, justo antes de la clase de gráfica, cuya regla implícita era la puntualidad. En el pasillo del cuarto piso de la Facultad, en el que corre cierto aire fresco, no hay tanta mugre, y en el que casi nada queda, a fin de año, de las cortinas de papel del monotemático, ancho y barbudo mundo de la izquierda, había un tumulto de estudiantes charlatanes excitados por el fin del año; bueh, y mi celular arruinado por los golpes hicieron que Roberto tuviera que esmerarse, gritar, para que yo lo escuchara:
-¡Qué tal Romi, ¿cómo estás?! ¡Te llamo para avisarte que a las tres tenés que estar en Eki Merlo!
-Ah. ¿Por hoy me toca ahí?, o ¿ya me quedo en esa tienda?. Mirá que no tengo el uniforme, tendría que pasar por mi casa antes.
-¡No te hace falta el uniforme. No es para trabajar. Es para hablar con Flavia!
-¿Sobre?
-¡Ni idea, la verdad que no sé!
Pasó la clase, una charla con amigas bajando la escalera, luego, y la caminata desde la facultad (que está a unos metros de Parque Centenario) hasta la Estación Caballito, y un viaje de una hora en el Sarmiento; que, en dirección a Merlo, a las dos de la tarde, es bastante más amable que el siniestro jueguito que hace T.B.A. en los horarios picos que consiste en: ¿a ver si meto más gente en los vagones?
Después de cuatro horas, desde aquella llamada a los gritos pero cálida dentro de todo, el encuentro con Flavia, la supervisora, que sería en voz baja y frío como un pabellón de nichos en invierno. Flavia no es la jefa-jefa, es una semijefa.
La charla, ya veremos sobre qué, fue un eslabón más en el engranaje Eki. Antes que ese, uno de los obligatorios y por el que todos pasan, son las reuniones de personal, que se organizan con la suficiente antelación como para que todos los miembros del equipo asistan, para enterarse de las “novedades” de la “merma”. La merma es todo lo que representa pérdida para Eki: del robo a mano armada o a complicidad interna, a tener que regalar bolsas (es decir, no cobrarlas) para que un cliente indignado no te emboque de una piña, y sus “novedades” pueden referir, por ejemplo, a cuando un 1 pasa a un 2 dentro de un montón de decimales del porcentaje mensual de pérdida de un producto. Otro asunto es el balcón. En Eki, como en Día %, la mayor parte de la mercadería es repuesta en la góndola directamente en los embalajes de cartón, para lo que se quita, como primer paso, en todos los casos, la cara superior de la caja, y luego, la cara que da al público, al pasillo, cuando los productos se sostienen por sí solos, como las botellas de aceite; y sino, para no mermar las galletitas Surtido o el dulce de leche en sachet, resbaladizas y poco sólidos, aparece la salvación del balcón: dejar la cara frontal de la caja, que en el caso del Terma o de los duraznos en lata también se saca, hacerle con el cutter una ventana con marcos de 2 dedos de ancho, y listo.
Otro de los motivos de la reunión de personal es recordar los beneficios derivados del incremento de la venta inducida (cuando el arengar y el cagar a pedos confluyen en dialéctica: “¡Vamooos, vamos cheee con la inducida, que ganamos en el área. Y si no venden X cantidad de turrones los suspendo, ¿eh?!”. Pero, no tenía mucho sentido para Flavia que yo fuera la única asistente a este tipo de reunión. Para ella era más productivo, en términos de tiempo y de quitarse de encima el problema, hablar con todo el staff de la tienda y repetir y repetir lo que ya sabíamos: que las mecheras (las que van al súper, como si fueran clientas, con el único fin de robar), se llevan cada vez más fiambre del caro, nunca salchichón o salame, y que nosotros qué carajo hacemos que no las vemos; que por qué no hacemos la inducida si nos pagan para eso, y que por qué dejamos balcón cuando no va. Ah, y la técnica del balconeo.
Se descartaba, a su vez, el otro eje: las charlas informales (improvisadas, je), para hablar de la vida, pero en las que subyacen temáticas parecidas a las de los encuentros en los que sí, hay que estar erguido y ¡no bosteces! Son las que comienzan con un “Chicos, ¿se quedan a tomar una gaseosa y comer algo?...y charlamos”, y después del “¿Cómo estás con tu chico?” (siempre pasando por la hinchazón que producen los Don Satur salados y la Daos o La Richy de lima limón, o alguna otra berretada), volver a la recurrencia de la merma. Pero no, tampoco. Hablar, por ejemplo, de lo que nos gusta hacer, ¿con Flavia y en Eki Merlo? Aunque también bajara línea, era tanto o más improductivo, porque a las boludeces de siempre le tenía que sumar una introducción de pseudointerés personal.
Con seguridad, volviendo a mi encuentro con ella, lo inusual fue que la semijefa estuviera tan tranquila, que pareciera incluso reservada, como si tuviera vida espiritual. Raro que estuviera tan tan, pero hacia el otro extremo al que acostumbra. Flavia es flaca y no tiene curvas. Vista de frente es como una tabla de planchar con tetas. La cuestión es que además, no zarandeaba el culo, así que, sospechamos.
-Romi, sentate, ¿querés agua?
¡Oh, oh!.
Semejante preámbulo fue (muy) directamente proporcional a la noticia. Flavia empezó diciendo:
-¿Viste que la costurera obtiene su ganancia por la cantidad de prendas que cose? Bueno, Eki obtiene su ganancia por la cantidad de productos que rota. Al bajar esa cantidad, el negocio no es rentable. Si no rotás, no ganás.
-Sí, entiendo…
-Bueno, viste que bajaron las ventas, que subió la merma; la empresa hace mucho tiempo que emprendió una reestructuración, empezaron por dar de baja los contratos de pasantías y bueno…ahora…
-Sí, ahora ¿qué?
-Bueno, decidieron seguir con los que tienen contrato part-time.
-Ah…
Varios segundos después (tardé mucho en procesar lo que había oído), totalmente desencajada, le respondí:
-¿¡Ehhhh!?... ¿Así?, ¿de un día para el otro? ¿No era que querían que yo ascendiera? ¡Me dieron un montón de manuales para ir estudiando! ¡Que administración, que logística, que seguridad y qué se yo! Roberto ayer me preguntó cuándo terminaba con la facultad así me ponía a preparar el examen. ¡No entiendo nada, cheee!, ¡no entiendo!”
A decir verdad, la noticia cayó mal. Como alfajor de maicena que baja por el esófago sin un sorbo de nada. Y de nuevo, aquí, lo común, lo que no elude lo regular: la puesta en escena. Sin embargo, lo anecdótico de tal composición fue el desempeño de dos actrices experimentadas: Flavia y Romina. Ella, a la que todos odian, pero (llámese cobardía o ascenso inminente, todo menos respeto) muy pocos discuten, sobreactuó la lástima (“¡Aayyy!, vas a conseguir algo, ya vas a ver”. También “Hoy ya no vayas a trabajar, que te vas a sentir mal”); y yo (de mí chismosean que me rajaron porque afanaba: “¡Qué raro!, ¿por qué la habrán echado?”. “¡Ah, no sé!, igualmente, ella se la buscó”), sobreactué la capacidad de sorpresa (¡“No, no te puedo creer”!). Estuvo buenísima la ficción. En cuanto a la locación: reducto conocido como Cuarto de empleados, en el que los full-time toman su break. Es un 2×2 en el que caben 4 sillas de cuerina, una mesa de fórmica, una mosca y las paredes no ocupan más lugar del que ocupan, por lo tanto a llenarlas de autorreferencia con carteles sujetos con chinches a una plancha bastante gruesa de corcho forrado de afiche de cualquier color, menos de blanco o negro: que “abrió la tienda Crovara”, que “Eki es solidario”, “los ascensos del mes”, ¡felicitaciones de clientes! Ambiente fresquito, por los freezers que están en el salón de ventas, del otro lado de la pared (en invierno también es fresquito: después de Cromañón desmantelaron las pantallas de calefacción).
En todas las tiendas de esta cadena de hard discount (formato importado de Europa que instala en ciudades altamente pobladas “tiendas de descuento” para surtir las compras diarias), una pared transversal divide la superficie en salón de ventas (frescos, congelados y el resto, secos, y como mucho tres cajas registradoras; en ese orden, hacia la entrada) y trastienda (cuarto de empleados, depósito, baños y la oficina del J.T.). En Palermo o en Pergamino, la superficie rondará los 500 metros cuadrados, en forma cuadrada o rectangular. Matriz de 144 tiendas en Capital y Gran Buenos Aires (más algunas franquicias en el interior, como en General Las Heras), Formatos Eficientes S.A. (cuyo 99,5 % del capital accionario corresponde al Fondo de Inversión Nexus del Bank of America, y el otro poquito, a los socios fundadores, entre ellos Gustavo Lopetegui que, del ’96 para acá, maneja cada vez más poquitito), fundamenta su desarrollo en algunas directrices: “Precios bajos en todos los barrios”, una variedad limitada de productos de primera necesidad, basada en una primera marca, una marca propia y otra, de calidad más deplorable aún; cobrar cinco centavos la bolsa para llevar la mercadería y que la corbatita no le impida al J.T. reponer papas y cebollas.
Mientras Flavia seguía con su pedagogía de contenidos tan evidentes como irritantes, al estilo “la producción de tornillos en la fábrica de Pepe”, sólo atiné a mirarla pensando “Qué-hija-de-mil-puta-que-sos”. El encuentro fue bastante parecido a los anteriores: Flavia me aturdió, pero esta vez, más por el contenido que por la cantidad de palabras. Yo, en uno de mis pocos momentos brillantes (porque reaccioné), pero opaco por la obviedad, protesté: “¿Y ahora qué hago yo, todo el verano sin trabajo?”.
La semijefa hablaba y movía las manos y los hombros, como si lo que hubiera tenido que graficar necesitara un arduo trabajo de énfasis. Sus manos también desacomodaban su pelo castaño, muy fino, que por esto iba perdiendo la raya al medio, como si un grupo de pitufos tirara la soga de uno y otro lado de su melena, ganando más mechones a mayor fuerza. Convulsionaba su cuerpo, morocho y treintañero, enmarcándolo en un blazer rosa, el que usa cuando viene su jefe, el supervisor zonal, o alguna gente de oficinas, algún gerente.
Haciéndome la boluda, traté de seguir (el silencio incomoda):
-Ta bien, entiendo. Entonces, no hay posibilidad de que me cambian de tienda, ¿no?.
No.
El silencio dejó de incomodar y Flavia tuvo que decir “Bueno, eso es todo” para darse cuenta que esperar algunas lágrimas de su interlocutora era infructuoso.
Y a partir de ahí, la tensión propia de la condición post-despido: sentir mucho alivio por un lado, porque se echa el lastre, que como en algunas carreras de autos, ese algo no deja andar con la fuerza y la velocidad que uno quisiera; y saber, por el otro, que soportarlo por un tiempo más, hubiera ayudado a concretar algunos proyectos materiales. Y preguntas, autocuestionamientos, ideas que rebotan en la frente como rebotaba con furia la pelota de los pibes del barrio en la nuca, en la mía. Puntazos y golpes de empeine: ¿se me estará dando por la depresión?, ¿por qué duermo diez horas si antes me las arreglaba con cinco?, ¿por qué me la paso comiendo?, ¿por qué todo me cae mal? En fin, una proliferación de por qués que hace pensar el por qué del por qué, o mejor, el por qué de la existencia de tantos porqués. Desde el acrítico ¿por qué a mí?, hasta el atisbo del mea culpa ¿por qué no evité (si tenía los medios para hacerlo) semejante bochorno?; del primero al último, una variedad finita pero extensa como la escala cromática. Genealogía que parte de un “Vos sabés que la empresa está en plena reestructuración, y bueno, esta vez te tocó a vos” para procrear un montón de ramitas de por qués. Si en realidad en Eki todo era (y es) una mierda, por qué calentarse tanto.
Eso: ¿por qué calentarse tanto?. Y la respuesta más ¿estúpida? que se construye a más de un mes de “Mañana sábado te estaría llegando el telegrama” es que, lo que dolió en su momento, fue la punzada en el orgullo personal/laboral. Obvio que éste, en toda su potencia, hubiera querido algo así como decir “Mirá que mañana no vengo”, y dejarlos con la palabras a medio decir, o ni siquiera eso, sino tratando de urdir las réplicas a los dichos de una de las más sindicalistas. Qué lindo.
Hablando de tensión y también de desconcierto, el encuentro con los compañeros unos días más tarde, hubiera descolocado a cualquiera. De los que se esperaba un “Hola Romi, ¿cómo estás, che?”, se recibía un corte de rostro tal, que me dolía en la memoria de “a éste flaco le hablé de cosas íntimas”, y aquellos con los que el contacto se reducía a un “Hola” bien seco, la espontánea bienvenida-despedida: “¡Romiii, no te bajonees!, con la capacidad que tenés vas a encontrar algo mejor. Patinate toda la guita en las vacaciones y después volvés a empezar”. Y sí, se disiparon con menor o mayor intensidad los preconceptos acerca de los pares.
Los pibes que no necesitan la invención del pin “I love Eki” para dejar en claro su posición, y los que laburan a regañadientes para ganarse el mango y no la estima, cambiaron de equipo mediante pases cotizados por mi reacción absorta ante la naturalidad aparente. Pero lo que se mantuvo intacto fue el maltrato del Jefe de Tienda, el J.T.:
-Roberto, te traje el uniforme.
-Ah, pero sabés que, lo tenés que llevar a Merlo, es Julieta la que se encarga del tema de las devoluciones ahora.
-Pero, ¡hace un rato me dijiste por teléfono que lo trajera a Padua! ¿Vos me estás cargando?, ¿¡te pensás que vivo acá a la vuelta!? ¡Déjense de joder!
-¿Eh?, ¡vos, no quiero que me jodas más!
Roberto ahora miraba a los ojos, lejos de la mirada cagona que perseguía incitando a deslomarse, que se clavaba en cualquier parte menos en la mía, que salía de entre las góndolas, se mimetizaba con clientes, usurpaba cuerpos buchones.
Flavia, en cambio, era más pragmática. Cuando tenía que mirar, miraba y cuando no, los ojos de Roberto eran sus ojos. Cautiva de la sutileza que no tiene, sus pronunciaciones de la muletilla ¿si? son tan arrogantes como su escote siliconado. Sin duda, en el momento de la “notificación”, Flavia estaba de fiesta, porque nunca me soportó y yo tampoco a ella. Y lo que debió ser un ardid antológico, fue un deprimente manoseo de su parte, con cara de compungida y todo, y un bloqueo momentáneo a cuenta mía; debido a él, no se escuchó una frase que le dije cuarenta veces a ella y a otros superiores: “¡Cara de pendeja, sí, pero no de pelotuda!”. No haberla pronunciado esta vez, me lastima, incluso hoy enero de otro año, en las mitocondrias. “Tenés todo el verano para buscar trabajo. Si querés, podés poner mi número y el de Roberto en el currículum, para referencias”.
Too much!
Hablar de la batalla legal iniciada a los días (reestructuración no es causa justa de despido, no es una causa en sí) sería enumerar una serie de tecnicismos aburridos, irrisorios e innecesarios. Basta con decir que durante el año que trabajé en Eki fui como una Seven Up rebajada con agua, una gaseosa de segunda marca. Una medio Romina y una Romina al medio.
La ida de Eki no hace más que hacerte sentir inocente. Dentro de lo que podría ser una gradación de la inocencia, hace muchísimo tiempo que sabemos que los actores no mueren en las películas, pero a veces flaqueamos, nos comemos, por ejemplo, que el pago de la deuda es la solución. A los veinte y pico, cierta inocencia de transición tardía, nos da pudor, vergüenza por la miseria propia, pero también por la de los otros. Y ahí vuelve, entonces, la pelota: “Si me banco un tiempo más en Eki, a lo mejor llego a juntar más plata para el auto”, pero no, ¡minga!, “Te adelantamos las vacaciones, las tenés la primera quincena de noviembre”. Y cuando empezamos a des ruborizarnos, aparece un nuevo problema: el de cómo aprender a llenar y disfrutar el tiempo, después de haber hecho la digestión del alfajorcito.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

Todo junto, volviendo, de golpe

Hoy, la piba invisible soy yo y no un relato en tercera persona.

Hace unas horas, me enteré de la muerte de un compañero de trabajo. Periodista, amigote, compartimos habitáculo en mi último año en el diario La Capital. Y de repente, además de esa tristeza, esa pesadez fea de lo inexplicable, ese pensar en su hija, que tiene apenas 4 años más de los que yo tenía cuando el que se murió fue mi viejo...

Demasiadas cosas, todas juntas.

Saludé a algunos colegas y amigos que eran como él, compañeros en esa redacción. Y así, también de golpe, caí en la cuenta de que ahí, en ese edificio del año de ñaupa en calle Sarmiento, a unos metros de Córdoba, hubo y habrá por siempre cosas queridas.

El lugar donde hice mi primera nota, donde por primera vez me devolvieron una prueba impresa que tenía tanta corrección en rojo que parecía un semáforo, donde tuve mi primer asamblea, mis primeras puteadas con jefes, donde logré mi primera tapa, donde hice mi primer cierre, donde lo conocí a él, dónde podía llegar con cualquier cara (la que fuera) porque era casi una extensión de mi casa.

Entre esas paredes llenas de mármoles y bronces hay un pedacito mío de cuando yo empecé a contar historias. Ahí hay un buen puñado de gente que quiero. Los suficientes recuerdos y un pasillo para fumar a las apuradas; que nunca se van a perder.

Ni siquiera con la puta muerte.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Palermo 10 AM



  

-¿Qué lindo día para que te invite a tomar un café, no podía elegir otro horario este pelotudo?
Del otro lado del teléfono, su amiga la escuchaba casi sin creerle.
-No te quejes, le dijo; hace casi un año que vienen dando vueltas con el temita ese de ir a tomar algo.

Era primero de abril, durante todo el día había planeado qué hacer al día siguiente y en esos planes de feriado, dormir figuraba al tope de la lista. Trabajar y estudiar era algo que la complicaba demasiado, o al menos, lo hacía con sus horarios de sueño. Pero la invitación  de ir al lugar que fuese, con él, pese al frío, al horario y al feriado, la ponía feliz; mucho más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir.

Siempre le había parecido un tipo raro pero recordó, casi sonriendo, que los tipos ‘normalitos’ nunca le duraban mucho.

***

8.30 am. En la calle no había un alma. La ciudad era un desierto adormecido que por un instante le recordó a su pueblo. Un pueblo algo extraño, con semáforos y colectivos.  Se subió al taxi con el pelo todavía mojado. Estaba cambiada  y pintada como si fuese un sábado a la noche. El taxista la miró de arriba abajo y ella, como siempre, negoció que la dejara fumar un cigarrillo con la ventana abierta.

Ya eran las 9 y él la llamó al celular. “Estoy cerca”, le mintió. Y el, con un humor poco habitual para esa hora de la mañana, le dijo, “debés estar a 40 cuadras”.
Siempre me lee la mente, pensó.

Llegó 15 minutos tarde. Él estaba parado esperándola, rígido como una estatua. Notó que tenía el brazo enyesado y le dijo casi antes de saludarlo: -¿Qué te pasó? Él revoleó los ojos inmensos, celestes y con un gesto le pidió que lo ayudara a ponerse la campera. El viento soplaba fuerte y hacía frío.  
Caminaron hasta el auto de él. -Tengo la mano fisurada, me la rompí cuando le di un puñete a la pared para no pegarle una trompada a Hernán, le dijo como si le contara que a la mañana, había desayunado mientras leía los diarios.

Y le contó. Le contó de Hernán, su hijo hiperconflictuado. Una pelea interminable con su hermano, otra con su madre y una guerra con su ex esposa. Una catarata de problemas que parecían la mismísima rueda del karma multiplicada a la enésima potencia por la deidad más malvada del mundo oriental.
Todo eso mientras tomaban un cafecito en un bar de Palermo en el que en teoría, se habían juntado para hablar de trabajo.

***

-Llevo 47 años de mi vida viviendo equivocado. O sea, para la mierda, soltó mientras le clavaba la mirada.

Ella sintió que quería estar en su casa y en su cama tapada de pies a cabeza.   Pero también sintió que quería agarrarle la mano, decirle que todas las cosas pueden solucionarse. También por primera vez sintió que hubiese dado lo que fuera para que ese micromundo limitado por una mesa, una ventana, 2 tazas, ella y él; se hubiese detenido ahí para siempre.

Hacía tanto que no la miraban así. Hacía mucho. Ojos que atraviesan, pero, raramente, extrañamente, no dañan. Ojos que buscan. Las manos enroscadas, el brazo cerca, el abrazo. La calle que no quería que se terminara nunca, por ir con él al lado, el que entendía lo que le pasaba, como si ambos hubiesen salido del mismo campo de combate. Siempre me lee la mente, siguió pensando, hasta que volvió a su casa.

-Acabás de iniciar un verdadero quilombo, le dijo su amiga luego de que ella le diera un relato pormenorizado del encuentro.
-Le escribí algo, no sé, un poema. Se llama Palermo 10 am…
-Lindo título, pero este tipo te confunde con un confesionario. No tiene con quién hablar, me parece.

***
Desde ese día donde él dejó de ser solo el jefe y ella dejó de ser solo la empleada, había pasado mucho tiempo. O al menos, así se sentía. Habían quedado en encontrarse cuando ella terminara su sesión de terapia.

El auto de él llevaba ya 15 minutos sin aparecer por avenida Santa Fe y encima, el cielo empezaba a colorearse más de negro que celeste y temió que una lluvia le cayera justo encima. Lo llamó para preguntarle. No hubo diálogo, solo una voz apabullada, palabras amontonadas que debió hilar ella misma. “No sabés lo que me pasó, ¿te acordás de Keyra? Keyra, si te lo debo haber contado…La actriz porno. Bueno fue novia mía, hace mucho, se quiso matar, el hermano me quiere matar a mi, me estoy yendo al hospital Español, vení por favor que voy a explotar”.

Levantó la cabeza, la movió incrédula de un lado al otro, tratando de entender si estaba teniendo un sueño demasiado vívido. Pero nada cambió. No había sueño, ni vigilia interrumpida. Su cuerpo estaba allí. Había una mujer casi muerta, un tipo que ni siquiera era del todo su novio  y un sanatorio que ni sabía dónde quedaba.
-Keyra, que lindo nombre de gato…le disparó su amiga del otro lado del teléfono mientras de fondo se escuchaba el ruido de sus dedos tecleando a las apuradas, buscando por Google dónde quedaba el ahora famoso hospital.

Con las coordenadas en mano, se subió a un taxi corriendo como si tuviese que llegar a frenar el fin del mundo, preguntando como siempre, si podía fumar durante el viaje.

***

Cuando llegó, se metió en la guardia casi como si ella misma fuese una urgencia más. -Busco a Julio, dijo jadeando, manoteando el borde de la mesita que salía del mostrador y en ese momento, sus piernas dejaron de responderle.

Acostada sobre tres sillas alineadas, se despertó en la sala de espera mientras una enfermera le decía, “tome esta pastillita, que le bajó la presión”.
Movió el cuello con pesadez, como si la nube en la que se sentía fuese de plomo y no de agua. Él la miraba con los ojos llorosos y el cuerpo venido hacia delante; como quien quiere enrollarse y de a poco meterse adentro de la tierra.
  
-¿Qué te pasó, chiquita?, le preguntó.
-Estaba con ganas de golpearme contra el piso, no ves; respondió irónica.
Pero ese humor exigido era su escudo para tapar lo que quería decir realmente. “Si no es una suicida, es tu ex mujer, o tu otra ex, o tus hijos o el perro que te olvidás encerrado. Puede ser cualquiera, menos yo".
  
Recuperada, subió a su auto y por primera vez, el abrazo que él le daba le sonó a agobio. Ya no tenía esa sensación de las primeras veces, cuando sentía que él podía taparle para siempre ese hueco de dolor que tenía incrustado, colado en el medio del alma, desde que su padre murió cuando ella era apenas una nena.
“El se sostiene de mí, yo no me sostengo de nadie”, garabateó en un papel cuando llegó a su casa, antes de dormirse; llorando y pensando cuántos rivotriles podía tomar sin llegar a matarse.

***

Los días con Julio eran viajes eternos en una montaña rusa, su brillo o su opacidad tenían ahora un dueño. Toda Buenos Aires quedaba sitiada. Desde la esquina donde se habían visto por primera vez hasta la mismísima puerta de su departamento donde se habían besado, también por primera vez. El restaurante armenio donde habían cenado, el barcito donde había conocido a sus hijos; el mismo donde ella en un ataque de ira, le tiró medio pocillo de café que había sobrado, pegó media vuelta y se fue, queriendo convencerse de que podía seguir así, como si nada.

Cada vez que quería acordarse de cómo hacer para volver a ser la que había sido, solo volvía a su mente el momento en que ella cansada y antes de que él se fuera de viaje una semana, le preguntó qué quería. Y él, con la mirada fija, como deshaciéndose un nudo en la garganta, le dijo como si fuese cierto; “estar con vos”.

Pero el tiempo pasaba y él no estaba. O estaba solo cuando él quería, cuando sus hijos no tenían con quien quedarse, cuando volvía cansado manejando a su casa y tenía miedo de dormirse en el auto, cuando el recuerdo de su padre moribundo escupiendo sangre le pesaba demasiado. “Mi vida es así, todos los días me saltan payasos, como esos que salen con un resorte de las cajas, con la diferencia de que son siempre problemas”, decía el para excusarse.

Lo cierto es que él no estaba cuando ella quería contarle algo. O cuando una noche demasiado larga volvía a su casa tambaleando por el alcohol y cruzando las piernas flacas que miraba avanzar por el espejo del palier como quien mira  a una muñeca rota.

Rota y con una soledad apabullante.

Tampoco estaba cuando a ella, también, el recuerdo de su padre muerto le pesaba demasiado.

Todo parecía repetirse de un modo siniestro. Las semanas eran malabares de horarios para poder adaptarse a sus vaivenes. A los vaivenes de ese hombre que sentía que amaba demasiado. Tanto como para no meterle los cuernos.

***

-No sé cuál de los dos, ¿qué hago?
-Ponete el negro, con el rojo vas a quedar muy llamativa y es tu primera fiesta en la empresa.

-Gracias Lau, hay días en que no puedo pensar…
-Hace ya 6 meses que no podes pensar.
-Andate a la mierda.

Lau era como su hermana, mucho más que una amiga. Era dura y tajante pero eso se lo bancaba. No le mentía y eso le importaba más que cualquier otra cosa.

***

Solo por momentos se sentía una mina potente. Aunque parecía que por fuera de esa crisálida, esa creencia se extendía por siempre y el mundo entero se la confundía con la mujer maravilla. Incluso el, que hasta llegó a reprocharle que no se hubiesen conocido antes. Antes de su segundo divorcio y de dejar embarazada a otra.

Quería tocar el alma de alguien y que alguien tocara la suya. Más lo primero que lo segundo. “Son todos muñequitos que apilo, nefastos en una repisa”, volvió a garabatear en uno de los tres tacos de papel en los que solía anotar eso que no podía decir, mientras que con el vestido negro, se iba a la fiesta.

Los tacos altos, un saco cortito y una vincha de lentejuelas. Amaba las lentejuelas, las negras. Eran el brillo y la oscuridad, dependiendo de cómo se las miraba. “Pasas por lo oscuro y salís con brillo…o no salís”, pensó sin saber por qué.

Llegó a la entrada y por un instante creyó que él estaba yendo a buscarla a la puerta. El iba si, se iba. Le dijo sin muchas vueltas que la había esperado pero que mañana se levantaba temprano. Ella respiró hondo y le escupió que no pensaba despintarse la cara, sacarse la vincha e irse con él a un bar a llorar sobre lo desgraciada que era la vida.

Se metió en el salón sin volver la vista atrás ni una vez. Quería que él le pidiera perdón, era lo único que quería en el mundo y en ese instante. Cuatro horas después, el plan de no comer en toda la tarde para no estar hinchada y las muchas copas de vino le habían demolido la mitad de la conciencia. Sus compañeros eran algo así como una danza socarrona de muertos vivos derrapando en círculos.

El, otro; le dijo que la llevaba a su casa. Lo que no le dijo, era que pensaba quedarse hasta la mañana siguiente.

Cuando le abrió la puerta a las 6 de la mañana, puso el despertador a las 9. Calculó que a las 9.15 él la llamaría como casi todas las mañanas. Agradeció su astucia. Y tres horas y cuarto más tarde le contestó el teléfono con la voz más clara que podía tener.

“Zafé bien”, se dijo con una mueca y durmió 4 horas más con la sensación cada vez más cercana a certeza de que algo se había roto y ya no tenía parches para ponerle.

***

Dos meses después de que él volviera a llorar en su hombro, a pedirle tiempo,  ella jugaba a ser la novia de un baterista carilindo pero pasado de faso. “Hasta este drogón es mejor y llegó a horario para mi cumpleaños”, pensó al verlo entrar a su fiesta y algo parecido a ese miedo que transpiran los desposeídos, le recorrió el cuerpo.

Cinco horas después, colgada del rockero, encalló en su casa.
Dos días más tarde, recibió un mail de Julio, que le decía ahora, justo ahora, “sos demasiada luz y yo ya no puedo cambiar”.

Se pasó una hora entera puteando hasta que volcó en el piso arrodillada, pidiendo ver al dios de los amores insanos, o al diablo o a quien fuese que pudiera dejarle esa luz pero sacarle el demasiado.

***

Llegó el casamiento de Caro, la amiga de Laura, que también era su amiga. Buscaba un vestido y recordó que el turquesa, de faldita a la rodilla y cuello con lazo, con un cinturón ceñido a la cintura, era nuevo. Lo había comprado para ir a cenar con él a un restaurante oriental que quedaba entre Núñez y Belgrano al que por supuesto, jamás fueron.

Así vestida, marchó con el resto. Se rió, bailó y le dijo a cada una de sus amigas lo mucho que las quería.

Cuando regresaban, ella, Lau y 5 más en la parte de atrás de una camionetita con cúpula, sacudió su modorra, justo levantó la cabeza y vio la casa. Libertador era infinitamente larga pero sus ojos, masoquistas, se levantaron a la altura del cruce con Congreso.

Lau aguantó dos cuadras y le dijo, -¿la viste, no? Refiriéndose a la esquina de la casa de Julio.

-Tranquila, es solo la nostalgia, le largó.
Y apoyó la cabeza contra la chapa fría y blanca.

***
  No hay agujeros que se resuelven más o menos rápido…hay un momento en que en la tela ya no hay más espacio para rasgar…me muero de miedo, no se qué no entienden. No es, esto también pasará, porque esto ya pasó y lo ÚNICO que lo calma, es eso, que se pase. No queda más lugar para un puto dolor…ni ausencia…ni para seguir perdiendo. Bajaría a negociar con el mismísimo Satán para que esto, se arregle y me arregle…
No entra mas dolor acá, no entra más nada, por qué, la puta, no queda más espacio. Tengo miedo, me siento sola, suelta y perdida. 

Las palabras, las frases; se amontonaban en el taco de color amarillo, mientras no paraba de llorar y se agarraba con fuerza el cabello, como si quisiera arrancárselo.
  
Se había cansado ya de no ser. No ser la pobrecita, no ser la que a veces, también podía perder el rumbo. Esa fuerza que él le resaltaba siempre, la había vuelto invisible. El no la veía y ella ya no se veía tampoco. Y prefería caerse de pie, así, cómo lo había hecho su padre. “Si no ganás, andate limpio y cargate a un par antes”, lo había escuchado decir, varias veces.
No había ganado. Tenía que irse. Y si se iba, él también se tenía que ir de alguna forma.

  “Ahora, a lo mejor puedas creerme. ¿Te das cuenta de que me estaba desarmando cuando te lo decía? ¿Te das cuenta de que no me servía que vos siguieras estando como podías, hasta que (no sé qué nombre darle) tuviese a tu hija? Solo me servías vos. Y vos no estás, no estuviste. No podía sacarme la puta escena del hospital ese día, íbamos a ir a cenar, pero una, otra, se había tomado 30 rivotriles, te dio miedo, te dio lástima, culpa y me cagó la noche. Y hasta pensé en hacer lo mismo, porque ella quiso hacer como que se mataba…Pero yo nunca llegué a darte siquiera lástima.  Ahora, estoy segura, la culpa no te va a dejar en paz o al menos, te va a perseguir durante mucho tiempo”.

Eso decía la nota, mal garabateada pero legible. Estaba en su mano. La encontraron cuando un día después, la policía sacó su cuerpo ya tieso y helado y lo metió en una bolsa negra.

Al lado, en la camilla, como evidencias, una caja vacía que en algún momento tuvo 90 rivotriles. Y otra hoja, casi hecha un bollito de papel, con algo que parecía ser un poema; Palermo 10 AM.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Cabeza con auriculares

La piba invisible piensa que a veces
no está tan mal que no la vean.
Si ella no existe, todo eso que pretenden que escuche
tampoco existe.
Aunque se pregunta
sí no la ven
¿Cómo hacen entonces para hablarle?


miércoles, 7 de noviembre de 2012

Yo, también

También tiene calor.
Y también tiene que hacer.
Y también tiene ganas de llorar, a veces.
Trata de encontrar el botón de pausa.
Por tercera vez hizo un regalo.
Por tercera vez, ni gracias.
No quiere contar, pero cuenta.